ANTES de la moda de las camisetas floreadas o de las sudaderas con capucha y las sandalias, los predecesores de las actuales mentes pensantes de Silicon Valley vestían estrictamente de gris. Reagrupados en el seno del Movimiento Tecnocrático, miles de estos expertos patearon los Estados Unidos de la postguerra afirmando disponer de respuestas para todo. La mayoría eran ingenieros y ambicionaban substituir un “sistema político incompetente” por una gestión científica de los problemas humanos.
Una nueva formulación de Estado y gobierno en la que técnicos “rigurosos y racionales” se situarían en el meollo de las tomas de decisión. Pasado más de medio siglo, la poderosa Silicon Valley es la heredera de aquella tentativa para instaurar el nuevo orden mundial que defendía la filósofa Ayn Raud, teórica radical de un capitalismo individualista, o si ustedes prefieren, de un “egoísmo racional”.
En la era del comercio numérico, la Valley se ha liberado de las reglas del mercado. Antes de Steve Jobs o Mark Zuckerberg, las empresas tenían competidores naturales. Hoy en día, los aniquilan bajo el peso de sus monopolios.
De Apple a Microsoft pasando por Facebook o Google, estas sociedades se aprovechan de la fragilidad de las empresas más pequeñas y de las insatisfacciones de sus clientes para intensificar sus ofertas, adaptándolas a las demandas. Y, justamente cada una de ellas instruye gratuitamente la sociedad sobre los hábitos o costumbres del que la formula.
La Silicon Valley es la caja fuerte de nuestros gustos y deseos. No hay empresa que acumule tantos datos sobre la población mundial, como Google y Facebook. La red social creada por Mark Zuckerberg atesora los secretos de más de 2.000 millones de individuos. Un golpe genial, el de la oferta gratuita contra el derecho a la intimidad. Y tanto más brillante en cuanto que estos grupos privados cotizan en Bolsa, pretendiendo trabajar por el interés general. Resulta complicado rebelarse contra un servicio gratuito. Nadie obliga al otro a tuitear. El padre de Facebook formula la pregunta ¿cuál es la definición que califica con más precisión nuestra identidad? Y nos aporta ipso facto la respuesta aplaudida por las masas: ciudadanos del mundo.
Al igual que los hombres en gris del pasado, él y los demás especialistas del sur de la bahía de San Francisco reivindican una utopía tecnológica planetaria. De la automatización a las investigaciones sobre inteligencia artificial, montan un andamiaje de soluciones virtuales para combatir todos los males de la humanidad gracias a inversores de capital que, ellos, no tienen nada de ficticio.
Estos financieros saben que el usuario se ha convertido en una mercancía, y que el comercio de sus datos se ha convertido en un elemento clave de la economía. Para ellos, que consideran algunas de estas empresas como puras apuestas financieras, y para los accionistas, más atados a su cotización en Bolsa que a la cifra de negocio, el futuro se presenta radiante.
Con unas gotitas de Trump, un coctel infalible. En 1957, en su libro Retorno al mejor de los mundos, Aldous Huxley temía un futuro en el que el hombre fuera sometido por sus propias invenciones. Veinte años antes del primer móvil, estaba aterrado ante la idea que sus profecías pudieran cumplirse.
Pasemos de un valle de sonrisas virtuales a otro estrictamente real sembrado de llantos y cadáveres. Aquel que propició las obligadas caídas definitivas de sus moradores lo llamó “de los caídos”, y allí yace como mudo testigo de una sociedad a la que ensangrentó. Resulta paradójica la nueva cruzada que se ha montado a raíz de su exhumación.
Brazos en alto por doquier, declaraciones supuestamente moderadas que huelen a votos, urnas y neofascismos latentes, amén de una familia que “rezando unida, permanece unida” en torno a la Fundación, para que subsista el caudillaje post mortem. Quizás sea que para ellos encontrarle una nueva morada les resulte complicado, sobre todo en un cementerio tradicional en el que una cohabitación in eternum puede acarrearles problemas de vecindario. Sin embargo, puestos a pensar, no les faltan opciones.
Están los pantanos, muy apreciados por el finado, y recuerdos imperecederos de su “ingente” labor, parkings familiares con plaza reservada y hasta las vallas con púas de Ceuta y Melilla, que con un adecuado monolito supondrían una elegía a su africanismo y a su Guardia Mora.
Curiosa también la actitud de la Iglesia con sus abades y monjes, sus prebendas y sus palios protectores al servicio del tirano. A la familia y al clero les queda aún una opción para redorar su blasón: convertir Cuelgamuros en un vasto refugio para emigrantes. Eso sí, cambiando la cruz por la media luna. ¡Salud!