AL igual que no le encuentro ninguna gracia a empotrarme con el coche en un muro, desconozco cuáles son los motivos que llevan a tener un perro. Entiendo que para un niño supone tener un peluche que se mueve y que, por supuesto, le da y genera cariño. También se comprende que hay personas mayores solas que encuentran compañía en un pequeño animal y que además es una excusa redonda para no quedarse en casa esperando el desenlace sin ninguna motivación. Pero se me escapa qué placer encuentra una persona adulta de entre 18 y 65 años en pasearse por la calle con un perro aunque llueva o truene; recoger cacas en una bolsa; gastarse dinero en veterinarios, peluquerías y comida y, entre otros sacrificios, tener que elegir entre renunciar a viajar en vacaciones a un destino exótico o pagarle un hotel al animal. Y sin embargo, Bilbao está plagado de ellos. Hace unas semanas pudimos ver a dos mujeres pasear con sus perros sin atar por Doña Casilda. No es difícil imaginarse lo que hace un perro en un lugar como ese, jugar y correr. Lo mismo que el medio centenar de niños que estaban en el parque. Territorio comanche en el que es muy complicado moverse. Aquellos perros se cruzaron por delante de un niño de dos años y estuvieron a punto de tirar al suelo al aitite que corrió para interponerse entre el crío y los animales. Las dueñas se limitaron a llamar a los perros con desidia, sin darle importancia al incidente. Y seguramente pensaron que allí los que sobraban eran los niños.
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