Como en la ruleta de un casino, todo es cuestión de colores y suerte. Rojo sobre camisa blanca: el mozo pierde. Espada blanca brillante sobre negro zaino: el matador gana. Año tras año -creo que es algo patológico- sigo a través de la tele como se intenta ilustrar con prensa enrollada, a bestias de 600 kilos con pitones de casi un metro, curvos como alfanjes y cuyo sentido del humor podría ser mejorable. Un toro bravo no necesita saber leer para prosperar. Le basta con que el profesor de turno cometa un pequeño error, un desliz del vino de anoche, un exceso de osadía, y el pincho moruno está servido. La multiplicación de panes y peces, la resurrección de Lázaro y el misterio de la Santísima Trinidad son juicios de fe y por tanto cuestionables: lo del pincho moruno no. No se puede parar con noticias frescas a un tsunami con mirada de ruina. Las imprudencias aumentan: cámaras-vídeo ajustadas a la cabeza, selfis, agencias de viaje extranjeras que incluyen en el pack participar en el encierro a clientes que lo más cerca que estuvieron de un toro fue leyendo a Hemingway. Es una locura correr delante de un toro asustado por el gentío y el ruido. Es muy fúnebre el saldo de desgracias, pero si se anulara el riesgo, los toros correrían solos. A veces se paga un alto precio, y cuentan que quien paga descansa. Que no sea eternamente, por favor?
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