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La derrota táctica, el relato ético

A expensas de lo que pueda añadir su comunicado oficial, la carta con la que ETA anuncia su disolución reproduce las obsesiones por el relato y las carencias éticas que han lastrado a la banda

EL punto de partida de la reflexión sobre el final de ETA no puede ser otro que la alegría por el fin de una amenaza a la convivencia. El espacio de esa convivencia por construir parte de una base que la sociedad vasca ha venido interiorizando desde el anuncio del final de la violencia realizado por la organización hace seis años y medio. El final de esa amenaza fue el principio de un camino que los ciudadanos de este país se merecían desde décadas atrás, cuando un proceso no exento de imperfecciones estableció el tránsito hacia la democracia. El último reflejo de la dictadura ha sido la propia ETA, último agente que ha tardado cuarenta años en reconvertirse a la democracia. Aún hoy constatada la incapacidad del llamado Movimiento de Liberación Nacional Vasca de obtener sus objetivos por medio de la violencia de unos y la aquiescencia de otros, el relato que ETA pretende dejar sigue plagado de carencias. Es complicado en estas circunstancias pretender que en ese relato haya un reconocimiento de su derrota táctica, implícitamente admitida al constatar la necesidad de poner fin al ciclo del terrorismo. Pero, asumiendo eso, el principal reto para la sociedad vasca, cuyo futuro la propia ETA le encomienda, es asentar un relato ético compartido. El que la organización no ha sido capaz de incorporar a su final y que deberá recoger la injusticia del daño causado y lo inasumible del recurso a la violencia en democracia. No debe quedar atisbo de duda sobre ese principio fundamental de convivencia. La lucha armada en democracia no es más que un eufemismo de una estrategia orientada al terror y, por él, a la imposición de modelos que las mayorías sociales no respaldan por cauces representativos. Toda idea respetuosa con los derechos y libertades debe poder ser defendida y la construcción nacional de Euskal Herria lo ha venido siendo desde antes de la aparición de ETA como lo seguirá siendo a partir de ahora. No han faltado en este país agentes políticos y sociales que han trabajado por ese objetivo por vías pacíficas. El nacionalismo histórico es prueba de más de un siglo de ese trabajo. De modo que el legítimo anhelo del pueblo vasco por ser reconocido como sujeto de derecho no debe ser parapeto para justificar una historia éticamente inasumible.

POR vez primera, ETA pone su firma a una declaración en la que anuncia que “ha disuelto completamente todas sus estructuras y ha dado por terminada su iniciativa política”. Se da la curiosa circunstancia de que tan anhelado escenario ha sido, en parte, amortizado por la mayoría de la sociedad. Nadie contemplaba en Euskadi la posibilidad de una vuelta atrás. Ni el momento histórico soporta argumentaciones en defensa del terrorismo después de todo lo padecido ni las estructuras de la organización estaban en disposición de sostener una huida hacia adelante. Es cierto que existe un conflicto político que “no comenzó con ETA y no termina con el final del recorrido de ETA”, como sostiene la banda. Como lo es que otras violencias además de la ejercida por la organización ahora disuelta han sacudido a la sociedad vasca en el pasado. Pero esta realidad no maquilla otras. Como el hecho de que los intentos sucesivos de diálogo para poner fin a la violencia concluyeron con un atentado. No son equivalentes las responsabilidades de todos los que se sentaron a esas mesas.

LA carta remitida por ETA no disipa la desazón de su anterior comunicado. No restaura la herida abierta por la diferenciación entre víctimas. No despeja la sensación de que, cuando lamenta el daño causado, se reserva el derecho de justificar una parte de ese dolor. Ojalá que el comunicado final y su escenificación estén a la altura de esa circunstancia. Pero, si no es así, la sociedad vasca tendrá que afianzar la misma reflexión que ya ha hecho en relación a otras violencias: la reprobación ética y política de los GAL, la violencia ultra, la persecución política en el franquismo y los excesos policiales en democracia. En definitiva: la violencia es inasumible como herramienta política. No es el legado de ETA, es el compromiso de la sociedad vasca.