LAS primeras reflexiones conocidas sobre la vida buena, la vida que a uno le gustaría vivir de acuerdo con la naturaleza humana, provienen de Aristóteles. Para él, la esencia de la vida buena no es hacer lo correcto. Este podría ser el objetivo de los políticos, nos dice, pero “parece demasiado superficial para ser lo que buscamos, porque parece depender más de los que honran que del honrado, mientras que intuitivamente creemos que el bien es algo nuestro y es difícil quitárnoslo”. Lo bueno tampoco es lo virtuoso. Necesitamos algunas virtudes para perseguir con éxito la vida buena, pero la virtud no es suficiente: se puede ser miserable siendo virtuoso si no se tiene una idea clara de la ruta hacia la felicidad o eudaimonía.

¿Cuál es la concepción de Aristóteles de la vida buena? Es la que se basa en la búsqueda del conocimiento. En sus propias palabras, “esta actividad (la comprensión) es el elemento supremo en nosotros”. El argumento básico de Aristóteles es que, a medida que aumenta nuestro conocimiento o aumenta la productividad de toda la sociedad, las personas utilizan el aumento de sus oportunidades para ahondar en tipos cada vez más elevados de satisfacciones en lugar de simplemente disfrutar cada vez más de lo bueno conocido. La satisfacción del conocimiento y su búsqueda están, pues, en lo más alto de la jerarquía aristotélica.

El conocido poema de Virgilio, Geórgicas, puede ser interpretado como una introducción a los procedimientos de la agricultura; pero en un nivel más profundo es una oda a la humanidad y la cultura romana. En él se habla extensamente y con admiración del vasto conocimiento que el agricultor adquiere y utiliza al arar, plantar árboles, cuidar el ganado y las abejas. El poema expresa el compromiso del agricultor con este trabajo y su satisfacción por una cosecha exitosa. Y contiene una de las líneas inmortales de Virgilio: “Felix qui potuit rerum cognoscere causas”, es decir, feliz es el que conoce las causas de las cosas, quien cultiva el conocimiento.

Siglos después, al cultivo del entendimiento para la consecución de la vida buena se añade la importancia de la bondad y la felicidad de la acción práctica. Así, Voltaire manifiesta aprecio por la satisfacción que puede venir de una vida de acción, de trabajo. Tal y como propone en su Cándido, la acción no tiene por qué darse en torno a causas sociales o servir para corregir errores. Voltaire sugiere, en cambio, que las profesiones aparentemente poco románticas en la esfera comercial podrían ser profundamente significativas y ampliamente gratificantes. Después de todo, Voltaire escribía a fines del siglo XVIII, cuando los señoríos feudales habían llegado a su fin y el flujo y el crecimiento del comercio que acompañaron a la revolución industrial habían comenzado. “No somos ni puros, ni sabios, ni buenos. Haremos lo mejor que sabemos. Construiremos nuestra casa y cortaremos nuestra madera. Y haz que nuestro jardín crezca”, dice Voltaire.

En las primeras décadas del siglo XX, se prestó más atención a la naturaleza de las satisfacciones derivadas del trabajo y al papel desempeñado por el servicio a los demás. Un pionero en la reflexión sobre estos temas es John Dewey, el filósofo del pragmatismo estadounidense. Dewey entiende que los trabajadores tienen, o podrían poseer, un considerable conocimiento privado: un conocimiento especializado de uso en el curso de su trabajo. Dewey enfatiza la necesidad humana de la actividad de resolución de problemas, de la que se beneficia la comunidad. Incluso un trabajador con una formación o educación muy básica puede participar y puede obtener desarrollo intelectual a partir del cultivo de las habilidades personales que ha de utilizar para enfrentarse a los problemas que se van presentando en el desempeño laboral.

John Rawls, hacia el final de su magistral trabajo sobre justicia económica, expone con gran claridad el tema principal del pragmatismo en relación con la vida buena: la adquisición de conocimiento, dice, constituye el desarrollo de los “talentos” o “capacidades”, la esencia de la “autorrealización”. Y esta autorrealización es el impulso central que permite a cada uno de nosotros alcanzar un estadio que conduce o puede conducer a la eudaimonía, en clara sintonía con la filosofía aristotélica.

Una contribución relativamente reciente a estas cuestiones es la de Amartya Sen, quien sugiere que falta algo en el pensamiento actual sobre la generación de la felicidad y la vida buena y propone una conexión entre la capacidad y el bienestar. Algunos tipos de capacidades contribuyen al bienestar, haciendo la vida más rica con la oportunidad de elección reflexiva. Sen no solo tiene en cuenta la alegría de elegir, sino también el deseo de cualquier persona de adquirir capacidades de respaldo porque la vida está sujeta a riesgos probabilísticos.

Además del conocimiento práctico que usamos en nuestro trabajo para la resolución de problemas, la vida contemporánea implica otro tipo de conocimiento, habitualmente designado “conocimiento personal”, que implica originalidad, inspiración, intuición, y los “espíritus animales” necesarios para el desarrollo económico. Este es un mundo de creatividad y aventura, primero percibido por Friedrich Hayek. Antes había sido David Hume, refutando el racionalismo de los franceses, quien le dio un lugar crucial a las pasiones en la toma de decisiones y a la imaginación en el crecimiento del conocimiento.

La Era Romántica, en actitud plenamente vitalista (de amor o apego a la vida), se apasionó por la exploración y la celebración del descubrimiento, así como por la determinación y perseverancia que a menudo conllevan ambos. Ningún filósofo estadounidense escribió tanto sobre el vitalismo como William James. James fue testigo durante toda su vida de la transformación revolucionaria de la economía estadounidense desde mediados del siglo XIX. En su ética, la emoción respecto de los nuevos problemas y las nuevas experiencias forma el núcleo de la vida buena.

El gran pensador francés Henri Bergson, amigo de James, fue en su tiempo (y sigue siendo) el principal intérprete o filósofo del vitalismo. Su libro La evolución creativa defiende la conversión incesante en un “ser” y nos urge a encontrar en nosotros mismos el élan vital (impulso vital o disposición al amor por la vida) que se requiere en cada situación o fase de la existencia. Bergson también comprende que la idea misma de creatividad no tendría sentido si viviéramos en un mundo de determinismo en lugar de libre albedrío, algo que ya había sugerido Nietzsche.

Pero la razón, como ley suprema, incluso la razón vital, está, a juicio del sociólogo francés Michel Maffesoli, en plena regresión en nuestros días. La razón y los valores modernos del progreso estarían ocultando otras formas de plenitud social, basadas en el arraigo emotivo a lo cercano y la apertura comunicativa con realidades geográficas lejanas, pero emotiva y simbólicamente próximas. Aparece aquí una nueva razón social, la razón sensible, la naturaleza emocional de los lazos sociales. La vida buena puede surgir o rehacerse, pues, a través de los sentidos, del hedonismo, del disfrute del tiempo, de la ética relativa a la estética, de la mística negada por el reduccionismo racionalista.

En conclusión, las personas buscan el conocimiento, como nos dice Aristóteles. La gente necesita el compromiso y la satisfacción que proviene de la resolución de problemas y el servicio a la comunidad, como nos aseguran los pragmáticos. Y existe la necesidad vitalista de exploración y autoexpresión que radica en la originalidad, basada a su vez en una disposición de amor o apego existencial. Se deduce así que ninguna economía o sistema de gobierno exitosos pueden reducirse a la satisfacción de las necesidades del homo economicus, sino que deben promover también los estímulos, los desafíos, los apegos, el espíritu de servicio y la incitación al descubrimiento que forman parte de la buena vida como afán de comprensión del mundo y como búsqueda íntima de sentido que permita construir un horizonte posible de eudaimonía individual y colectiva.