LAS elecciones presidenciales celebradas ayer en Rusia no depararon sorpresa alguna. Vladímir Putin, que lleva en el poder 18 años -incluidos los cuatro en los que formalmente estuvo como primer ministro para burlar el mandato constitucional que impide encadenar dos mandatos consecutivos-, renovó ayer su cargo como presidente del país durante seis años más. Los resultados, más allá de las denuncias de irregularidades realizadas por la oposición, consolidan a Putin como una especie de nuevo zar en pleno siglo XXI, con todo el poder en sus manos merced a una política basada en un nacionalismo exacerbado e incluso anexionista, de un mandato de puño de hierro mediante la depuración de sus posibles rivales y de toda posibilidad de oposición interna, de intervención en el escenario internacional como una gran fuerza militar pero también mediante una estrategia desestabilizadora de otros países mediante actuaciones cercanas al ciberterrorismo. A todo ello hay que añadir uno de sus grandes hitos, del que ha presumido a lo largo de toda su campaña electoral, en especial en el último tramo de la misma, y que es la anexión de Crimea por parte de Rusia. A nivel interno, no cabe duda de que esta maniobra -junto a los intentos de hacer lo propio con el resto de Ucrania, con quien mantiene abierto el conflicto- le ha supuesto un éxito político que ha sabido rentabilizar en toda su dimensión. Todo ello, unido a la utilización sin pudor alguno de toda la maquinaria electoral y de los servicios propios del estado en favor de su figura, han hecho posible su cuarta elección como presidente con un apoyo de más del 75% de la ciudadanía. El resultado no por esperado deja de ser inquietante a nivel global. No hay que olvidar que Putin no ha ocultado nunca su pretensión de aumentar la capacidad nuclear de Rusia, cuyo gasto militar alcanza el 21% de su presupuesto. Su política autoritaria y de persecución de las minorías, su papel en la guerra de Siria, las oscuras maniobras de la denominada trama rusa en las elecciones de Estados Unidos y de otros países y, en definitiva, su capacidad desestabilizadora, multiplicada desde otras posiciones por la actuación igual de irresponsable de Donald Trump, dibujan un escenario amenazador para el mundo. Una realidad a la que la UE es, por ahora, incapaz de responder.
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