TODA comunidad tiene que decidir cómo garantiza la supervivencia de las personas que por edad -demasiado jóvenes, demasiado viejos- o por incapacidad no pueden contribuir a la generación de los bienes y servicios con los que satisfacer sus necesidades. En las sociedades capitalistas, además, hay que sostener a aquellas personas que siendo útiles para la producción y deseando contribuir a la misma, no pueden acceder a los medios que les permitirían hacerlo: el desempleo también es una opción de sociedad.
En sociedades como la nuestra, en las que la mayor parte de las necesidades se satisfacen por medio de la compraventa de bienes materiales e inmateriales en el mercado, toda decisión respecto a su distribución se traduce y expresa en una cantidad de dinero. Nuestro modelo de sociedad establece que los que trabajan directamente en la producción de los bienes y servicios tengan derecho a una parte de los bienes producidos, expresados en dinero. Y que con ese dinero sostengan a los niños, a los ancianos y a los parados. A los primeros, con los ingresos directos de la familia de la que forman parte los vástagos; a los segundos, pagando la renta que van a recibir los que por edad no pueden seguir trabajando -con las denominadas cuota obrera y patronal, contribuciones sociales que se deducen de las rentas de los trabajadores-; y a los terceros, mediante una cuota que se deduce de los ingresos monetarios netos que perciben los que trabajan.
En 2017, los trabajadores recibieron el equivalente monetario al 54,5% de los bienes y servicios producidos en España, con el cual financiaron el 12% que correspondió a los pensionistas y el 3% de los desempleados. El 33,8% de los bienes producidos se distribuyó, también en forma de dinero, entre los propietarios de los medios de producción y los encargados de suministrar crédito para adquirir bienes y servicios. Y el Estado captó directamente de la producción el equivalente al 11,7% para satisfacer al margen del mercado una parte de las necesidades sociales, y también para dar ingresos con los que satisfacer o complementar sus necesidades a algunos segmentos de población, como los pobres, los niños sin familia, los incapacitados, los presos o incluso a una parte de los ancianos.
Esta renta, que no sería suficiente para financiar toda la producción de bienes y servicios no mercantiles, equivale al 20,5% del valor total. Por eso además recabó dinero en forma de impuestos y tasas, procedentes de la sociedad (trabajadores, empresas, consumidores). Estos tampoco resultan suficientes, por lo cual se tuvo que pedir prestado -el 3,2% del valor en 2017- y dedicar a pagar intereses el equivalente al 2,5% del valor de los bienes y servicios producidos por la economía española el año pasado.
Es claro que la columna central de la distribución es la parte que se dedica a la mayor parte de la sociedad a través de las rentas de los trabajadores asalariados y autónomos, incluidas las de los empresarios que trabajan en sus empresas. Ese porcentaje era superior al 58% en los años de la crisis y desde entonces ha ido disminuyendo. La Unión Europea estima que, en un par de años, la participación de los trabajadores se reducirá hasta el 53,6%, un punto menos que ahora.
Es en este contexto en el que hay que plantear la cuestión de las pensiones y su financiación. A largo plazo no se puede sostener una reducción sistemática de las rentas de los trabajadores y un aumento de la parte de dicha renta que se dedica a financiar las pensiones.
La cuestión de fondo, por tanto, no es por qué las cotizaciones sociales no son suficientes para financiar las pensiones, sino por qué los trabajadores experimentan una reducción sostenida de su participación en la renta.
La idea de sustituir con impuestos todo o parte de las cotizaciones sociales como fuente de financiación de las pensiones sufre del mismo problema, pues el gasto público no financiero ha caído del 38,7% en 2013 al 35,8% en 2017 y seguirá reduciéndose según la Comisión Europea hasta el 34,8% en 2019... y después ya veremos.
Es la participación de las rentas empresariales y las rentas financieras la que aumenta a costa del Estado y trabajadores. Pero también es absurdo seguir el juego a los agentes financieros, encantados con el deterioro del sistema de pensiones, que plantean que la capitalización del ahorro privado puede ser una alternativa viable a la pensión pública.
La renta financiera del ahorro es necesariamente una parte del valor añadido que se genera en la producción. Así que la alternativa privada solo puede ser, en el mejor de los casos, un rodeo con más intermediarios -y por tanto de gestión más cara- para decidir la tasa de rendimiento financiero como criterio de distribución, ahora también, aunque sea en parte, para los pensionistas. Rendimiento que, a su vez, está al albur de la marcha de la economía, añadiendo un grado de incertidumbre y volatilidad a la renta futura de la población cuando se jubile.
La tasa de interés financiera, que es la cuota de participación del ahorro en la distribución del valor de la producción en una economía, será mayor cuanto menos sean las personas que ahorran, es decir, cuanto menor sea la oferta de crédito. Los que ahora ahorran verán que su renta futura caerá si se incorpora toda la población al sistema privado. Que la mayoría de los trabajadores no tengan capacidad de ahorro es algo que no puede dejar de alegrar a la clase media alta, que es la única que puede sacar ventajas de un sistema privado o mixto de pensiones, y la que presta oídos más atentos a los cantos de sirena de los banqueros y al discurso ideológico de la meritocracia (el que nos dice que la pensión debe ser para el que se sacrifica y ahorra; por lo visto, el sacrificio de los trabajadores que destinan una parte de su renta a pagar las pensiones no merece tal consideración, porque no implica un pago en dinero ni en sangre en el altar de los banqueros. Así de irracional es el modelo de sociedad en que vivimos).
Al contrario de lo que ocurre con el rendimiento del ahorro, la cantidad que se puede destinar a pagar pensiones a partir de las rentas del trabajo será mayor cuanta más gente participe de la actividad productiva. Y, en todo caso, la masa de recursos destinada a las pensiones públicas es perfectamente estable, porque la parte de las cotizaciones sociales se puede modificar en cualquier momento para garantizar dicho objetivo.
Las pensiones públicas financiadas con la renta de los trabajadores activos no es solo un modelo de rentas, el más eficiente para lograr los objetivos de garantizar la participación de los jubilados en la producción social. Son también un principio de organización social que repugna a quienes están en el lado de los ganadores en la distribución global de la renta y la riqueza. Por eso en el debate actual sobre el sistema de pensiones se oyen muy altas las voces de los grandes empresarios, financieros y sus intelectuales orgánicos, empeñados en restar cualquier autonomía cultural y política a los trabajadores y en particular la de decidir qué parte de su renta quieren transferir a los pensionistas.
El intento de circunscribir el debate sobre las pensiones y su financiación a cuestiones meramente técnicas y actuariales es una práctica política que persigue precisamente la despolitización de los trabajadores y de su autonomía de decisión política, sustituida por un consumo de ofertas manufacturadas y cerradas entre las que elegir: el derecho a elegir como sustituto bastardo del derecho a decidir sobre cuestiones fundamentales.
En fin, en este asunto, para salvar el alma, parece que solo cabe seguir la recomendación de Miguel de Unamuno: “Para subsistencia, asistencia / para consistencia, resistencia / y para existencia, insistencia”.