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¿Tiene España remedio?

CATALUNYA ha impugnado a España. Obligada a acudir a las urnas en unas elecciones convocadas por Madrid -todo un esperpento político-, con los miembros de su legítimo Govern encarcelados o en el exilio, humillada hasta el oprobio en una campaña que pasará a la historia como la más perversa y sucia de cuantas hemos conocido, la ciudadanía de la nación mediterránea ha dejado las cosas más o menos como estaban: una mayoría independentista frente a una minoría españolista. Muy bien, ahí están las certezas de un país al que han forzado a tomar decisiones extremas, arriesgar su economía y paz social, poner frente a frente a sus dos mitades con proyectos irreconciliables y quebrar su convivencia. A esto ha conducido la insensatez del Estado y su mezquina concepción de la libertad.

Todos los precedentes de esta situación remiten a la Transición, que legalizó el franquismo y sus leyes para darles continuidad en una Constitución que heredó al rey nombrado por el tirano, la forma de Estado y parte de los poderes e instituciones que nos sojuzgaron durante décadas. La dictadura legó sus valores al nuevo régimen y la ignorancia política de la sociedad española ha permanecido intacta. La historia posterior es el relato de la frustrante imposibilidad de un cambio que no se hizo a la muerte de Franco. Todo se ha limitado a la ejecución de insignificantes reformas formales, de manera que no es extraño que los ciudadanos asistan impasibles y hasta gozosos de ver a un gobierno electo en prisión o desterrado. Lo que es motivo de escándalo e ira es normal y gustoso para España.

¿Cómo albergar alguna expectativa positiva sobre España? Solo desde la ingenuidad o el autoengaño puede confiarse en que el modelo del Estado se desarrolle en mejoras sustanciales. El cambio es una quimera. Su inexperiencia revolucionaria es un lastre. El peso de sus valores tradicionales es brutal. Y con tantas asignaturas pendientes en su cultura política y tantos desequilibrios en lo económico, cultural y social es imposible que se modernice. Es más, no quiere cambiar, ni lo sueña. Cuando un catedrático de Derecho Administrativo, Ramón Parada, es capaz de llamar “patología descentralizadora” (El Mundo, 28 diciembre 2017) a la débil estructura autonómica nacida del 78, ¿qué va a decir la gente impregnada por el ideal jacobino de la unidad nacional?

Aun hoy los reducidos sectores intelectuales que desearían una transformación de España creen que la oportunidad es Europa. Pensaron en 1989, con la entrada en la UE, que la europeización contagiaría su democracia para hacerla perder sus viejos lastres y rompería las cadenas mentales del franquismo que condicionan los avances de la libertad. Pero Europa no puede hacer lo que una sociedad no anhela, por satisfecha o adormecida. Bastante tiene la UE con salvarse a sí misma de su dispersión y contradicciones.

¿Y con otra Constitución? Los optimistas, como mi amigo Manu, veterano e impenitente republicano, expulsado del PSE por heterodoxo y a quien dedico este escrito, lo fían todo a una evolución que nos transborde a un Estado confederal, con el reconocimiento de su plurinacionalidad y la potestad aceptada del derecho de autodeterminación. Suponiendo que tal ilusión pudiera llegar a darse en un tiempo cercano, ¿quién cree que la derecha española y también la izquierda socialista firmarían un texto constitucional en semejantes términos? ¿La coalición del 155, los mismos que han suspendido el autogobierno catalán y avalado la pesadilla represiva, cambiarían la legalidad hacia ese horizonte esperanzador? ¿Pasarían la página del posfranquismo? Nuestro temor es que una hipotética reforma nos lleve a una regresión de derechos y a la liquidación del Concierto Económico, último residuo de soberanía. Y ahí está Ciudadanos, tras su pírrica victoria del 21-D, situando su espada de Damocles sobre nuestras cabezas y media España clamando contra lo que, en su indecente ignorancia, califican de privilegio.

La apelación revisionista de la Constitución no va más allá de ser una bandera táctica del PSOE para hallar en la expectativa electoral algún modo de detener su sangría. Algo de make up para su espectáculo político. Es de todo punto improbable que los socialistas, de aquí y allí, asuman el derecho de los pueblos a decidir su futuro, ni siquiera, en coherencia con sus principios ideológicos, a cuestionar la monarquía. A Pedro Sánchez, más inocente que intrépido, ya le han recordado sus mayores que España es una y trina. Y la nueva izquierda, Podemos, sigue en clases de teoría, porque lejos de los puestos de gobierno nada es posible, salvo especular. A Podemos no le queda ya indignación social que gestionar y se diluye.

No, España no tiene remedio. Es como intentar cambiar a los noruegos a la mentalidad mediterránea, una tentativa ensayada en la sarcástica película Un italiano en Noruega. Sobre el Estado español pesa la maldición de soportar un sistema tutelado por la amenaza y la violencia autoritaria, restringida a lo que una mayoría inexorable se le antoje y determine nuestro modo de gobernarnos. Estamos condenados a su asfixiante abrazo. ¿Debemos esperar sentados a que se alumbre el milagro de que España cambie su lamentable estándar democrático? ¿Y cuánto tiempo hay que aguardar? ¿Un siglo o dos?

La exigente independencia Euskadi no está en España por amor. Está a disgusto y descolocada, porque no hay forma de salir. Estamos bloqueados y sin opción de respuesta unilateral, porque, como se ha demostrado en Catalunya, esta vía traería consigo una catarata de agresiones políticas y económicas, que precederían a la intervención militar. Muy hartos tendrían que estar los catalanes para zanjar su divorcio tan tajantemente. Llega un momento en que la única solución es la ruptura, el choque, la revolución democrática, con todos sus peligros y su aventura. Admiro a los valientes que lo dan todo por la libertad o por amor. ¿O no es valentía, sino desesperación?

¿Ha renunciado Euskadi a la utopía de su independencia? ¿Ha sentido los sucesos de Catalunya como una seria advertencia contra su sueño de emancipación de España? Temo que sí. Creo que gran parte de los vascos que votan nacionalista han interiorizado la imposibilidad de constituir su futuro propio y que, a lo más, aspirarían a incrementar sus recursos competenciales mediante pactos con el Estado, es decir, por concesiones en momentos de necesidad del correspondiente Gobierno español. Según encuestas recientes, ha descendido el potencial soberanista vasco. Nos hemos creído que carecemos de masa crítica suficiente, en lo económico y demográfico, para ser libres. Hemos aceptado que la liberación nos dejaría fuera de la Unión Europea y quedaríamos aislados y empobrecidos. Nos están ganando la batalla del argumentario. Y, sin embargo, el incumplimiento estatutario después de cuatro décadas sería razón suficiente para tomar el billete de salida de un Estado falso, desleal e ilegítimo.

A la independencia vasca se le pide una mayoría cualificada como aval, lo que otorga a la minoría españolista el privilegio de imponernos su modelo de pertenencia. No les vale el principio universal de “una persona, un voto”. Lo más importante para merecer la libertad es apreciarla como valor superior e inviolable para ampliar el mundo de los vascos frente a una democracia malnacida. No hay barreras económicas ni geoestratégicas que puedan detener los deseos de la gente, en tanto crea en su razón y honor de ciudadanos libres. Estamos sucumbiendo al discurso de los rácanos. La libertad, como toda grandeza, tiene un precio, es exigente. Lo aterrador no es que España nos imponga un pensamiento único: nos obliga a un sentimiento único, nivel máximo de humillación y subordinación.