ENTRE todos los cominos del mundo no es casual que el que menos nos importe sea el que habla de la orientación sexual de las personas. Y es curioso porque vivimos en una sociedad ciertamente homófoba: ahí donde el bullying escolar se manifiesta como rechazo al diferente, que hace a los niños dribladores de balón y a las niñas criaturas femeninas para que se arreglen lo suficiente para gustar y lo insuficiente para que no las violen, un lugar donde la salida del armario todavía sigue siendo eso que nos importa muy poco si la cama es ajena, si esa en la que nunca decimos que nos metemos no está demasiado cerca. Los esfuerzos por la normalización de la diversidad sexual han atenuado un ruido latente, un dolor sordo, un sopapo frío, lo que toda la vida ha sido un disgusto para esas expectativas dibujadas por el patronaje social, el corte y la confección. La homosexualidad del de enfrente cuesta entender como una cuestión de física y química porque sigue siendo un roto en la tela de un esquema, un descosido, un factor que desordena pero que importa un comino si el punto se salta a unos kilómetros porque somos de todo menos atrasados. Freír a likes la bisexualidad de Ada Colau no significa respetar la diversidad por parte de los macho man de la tolerancia, esa que respeta en la distancia y desconfía a un metro. Como si no hubiera millones de cominos y cominas en el planeta deseando, pero de verdad, que nadie les dé importancia.

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