Decepcionante renuncia a la moderación
El mensaje de Felipe VI no contuvo ninguna de las funciones de arbitraje y moderación que le atribuye la Constitución y puede ser coartada para iniciativas ajenas a la tolerancia y la convivencia
DECEPCIONANTE discurso de Felipe VI. Alejado de la altura democrática que exige el momento. Su mensaje careció de todo gesto de conciliación hacia la parte de la sociedad catalana que se ha sentido agredida por la actuación de las fuerzas policiales el pasado 1-O. En su discurso maniqueo hubo una renuncia no solo a la función de arbitraje y moderación que le atribuye la Constitución como jefe del Estado sino a reconocer la existencia de esa parte de la realidad social de Catalunya que reclama un cambio en la relación con el Estado. En el día en que una ciudadanía se manifestaba dolida por el sentimiento de agresión, la intervención de la Corona obvió los hechos acaecidos y se limitó a alinearse con el discurso de posverdad que pretende negar esa parte de la realidad vivida en los últimos días, meses y años. El discurso del rey fue el del Gobierno del PP: negacionista de más responsabilidad que la de quienes gobiernan Catalunya. A los centenares de miles de ciudadanos de Catalunya que han mantenido una actitud cívica pacífica durante los últimos años, Felipe VI contrapuso la voluntad de “millones y millones de españoles” “orgullosos de lo que somos” en una suerte de irresponsable acumulación de fuerza. En el marco de una situación de tensión, con un contingente de decenas de miles de agentes de Policía Nacional y Guardia Civil enviados desde el Estado, que reclaman, en una actitud que raya la insubordinación, que se les permita responder con la fuerza a las protestas contra su actuación previa, el mensaje del rey es una chispa en el polvorín. A su intervención cabía exigirle una apelación al diálogo y la resolución pacífica de un contencioso obviado pero muy presente -por qué si no su intervención-; cabía exigirle la empatía con los centenares de heridos del 1-O; cabía exigirle, en definitiva, que en la medida de su responsabilidad hubiera acogido el derecho a la discrepancia dentro del procedimiento democrático no solo para defender, como dijo, las ideas, sino para poder materalizarlas. No fue así. Convirtió la Constitución en el ariete con el que derribar la legítima aspiración de las naciones del Estado, callando ante el discurso guerracivilista que desde el PP las identificaba ayer mismo con el nazismo. Donde debió cualificarse como valedor de la convivencia y la tolerancia, su discurso puede ser hoy una coartada para iniciativas en sentido contrario.