CON la elección de Barack Obama como presidente de Estados Unidos en noviembre de 2008 pareció abrirse una nueva era en la política estadounidense. Por un lado, un joven senador afroamericano había roto el techo de cristal con mayor carga simbólica de cuantos pueda haber en el país norteamericano. Por otro, su elección significaba el final de los años de pesadilla de George W. Bush y un viraje significativo a las políticas del presidente republicano. La presidencia de Obama, en sus dos mandatos (2009-12 y 2013-16), se halló inmersa desde el comienzo en los efectos de la llamada Gran Recesión de 2008 (que Obama supo gestionar con acierto), hubo de afrontar retos domésticos e internacionales de gran magnitud y está aún sujeta al veredicto de la Historia.
Hoy, nueve años después de aquella primera elección y después de que Obama haya dejado definitivamente la Casa Blanca (en manos, por cierto, de un personaje sin precedentes en la política estadounidense), parece apropiado echar la vista atrás y detenerse a recordar algunos de los momentos más significativos de su ejercicio al frente de la que es todavía la mayor superpotencia mundial.
Barack Obama fue heredero de la tradición progresista estadounidense y fue también un presidente demócrata en tiempos posclintonianos, cuando los demócratas habían hecho ya un significativo viraje a la derecha (que en Europa se correspondió con la tercera vía de Blair, Giddens y la socialdemocracia). No es extraño, por ello, que el presidente subrayara en su discurso inaugural, en enero de 2009, las ideas tradicionalmente conservadoras de sacrificio, responsabilidad, unidad y cohesión y que usara el rechazo del todo vale relativista para bosquejar su filosofía, tal vez intervencionista pero no muy redistributiva, respecto al mundo corporativo y financiero.
Los tiempos de crisis son también tiempos de oportunidad para probar nuevas fórmulas y en este aspecto la actitud del presidente, honestamente pragmática y flexible, fue sin duda ventajosa, especialmente cuando se fundamentaba en “el cambio que necesitamos” y cuando el pasado presidencial reciente ofrecía tan poco que emular. La tensión esencial entre voluntad de cambio y condicionamientos estructurales, presente en cualquier sistema político, se resolvió con Obama en un pragmatismo que resultó ser audaz (ley de reforma sanitaria, reforma financiera) y también conformista (continuación de la guerra contra el terror con todas sus consecuencias).
Obama forjó en buena medida el escenario internacional y, a su vez, éste le limitó en tiempos de multipolaridad creciente y declive relativo de Estados Unidos. La crisis económica y la situación de inseguridad mundial (amenaza terrorista, proliferación nuclear y cambio climático) obligaron a diseñar políticas que le apartaron en buena medida de algunas de sus promesas de campaña. A su vez, el presidente contribuyó a la consolidación de las tendencias de integración económica global con su apuesta decidida a favor de cerrar acuerdos transnacionales de comercio, con Asia y Europa.
En el terreno doméstico, Obama comprobó una y otra vez que los republicanos de Washington DC no querían colaborar con él. En realidad, trataron por todos los medios de arruinar su presidencia, por motivos puramente racistas entre otros. Mitch McConnell, líder de los republicanos en el Senado, no escondió sus intenciones al afirmar en varias ocasiones que era más importante hacer fracasar a Obama y evitar su reelección que conseguir poner en práctica una agenda política y económica favorable a los intereses de los estadounidenses, o incluso favorable al Partido Republicano. El frontal, continuado y perverso ataque republicano al Obamacare (la ley de sanidad del presidente) fue -y sigue siendo- una buena muestra de ello, aunque hubo muchas otras.
A pesar del sabotaje continuo por parte de la derecha, bajo la presidencia de Obama el desempleo en Estados Unidos se redujo a la mitad (de un 10% a un 5% de la población activa), aunque no se pudo invertir la tendencia hacia la pérdida de calidad de muchos empleos o el estancamiento (e incluso reducción para un sector de la población) en la prosperidad del país. El refrendo del Tribunal Supremo al Obamacare posibilitó que millones de estadounidenses sin seguro médico mejoraran su salud. El prestigio de Estados Unidos en el mundo se rehizo tras los oscuros años de Bush. Obama lideró el importantísimo Acuerdo sobre Cambio Climático de París y la salida del país de dos guerras (Irak y Afganistán) que parecen no tener un final.
Por otro lado, el uso extensivo de drones para combatir enemigos en suelo extranjero, la incapacidad del presidente para cerrar Guantánamo y el uso de técnicas de supervigilancia doméstica atestiguan no solamente que la guerra contra el terror (The war on terror) iniciada por Bush continuó con Obama, sino que, desde una perspectiva más general, la agenda política de los presidentes estadounidenses ha de ajustarse cuidadosamente a los intereses estratégicos del país. La simbología del poder presidencial supera, pues, los límites del poder real del cargo, sometido a los intereses nacionales y a la división de poderes de la democracia estadounidense, algo que con frecuencia se olvida, en especial desde fuera de Estados Unidos.
La extraordinaria elección de un presidente negro para el cargo político más importante del país no tuvo efectos positivos en las relaciones interraciales. Incluso puede decirse que quizá las empeoró, a tenor de los numerosos incidentes y enfrentamientos que se produjeron en esos años, la violencia de la policía contra los afroamericanos y el cuestionamiento de la legitimidad presidencial por parte de personas y grupos de la mayoría blanca, incluido el actual presidente Donald Trump. La cultura del racismo, que corre profundamente en las venas de muchos estadounidenses, y que el contexto político partisano no contribuyó a mitigar, pareció resurgir en la superficie con una virulencia que no se había visto, quizá, desde los años 60 del pasado siglo.
Es posible que aún haya quien piense, erróneamente, que Barack Obama fue un líder socialdemócrata al estilo europeo, a pesar de las numerosas muestras que ofreció de su pragmatismo inteligente, es decir, de su convicción de que las recetas ideológicas hay que entenderlas simplemente como herramientas para resolver problemas. Su propósito abiertamente declarado de combinar políticas tradicionalmente etiquetadas como de centro izquierda con otras asumidas como de centro derecha resultó ser un amalgama, flexible y ajustado a los problemas específicos, de los elementos presentes en la conocida consigna del sociólogo Daniel Bell, quien afirmaba ser “un liberal en política, un conservador en cultura y un socialista en economía”. Obama respetó e impulsó el neoliberalismo económico, fue pragmático políticamente y progresista en cuestiones sociales y culturales.
En cualquier caso, ni el pragmatismo (que obedece a una lógica realista en la acción política) ni el pluralismo norteamericano (diseñado expresamente por los padres de la Constitución para promover la estabilidad y continuidad del sistema) parecían favorecer las iniciativas valientes o los nuevos comienzos. Y, sin embargo, eso es precisamente lo que Barack Obama, tras una lectura crítica de la dura realidad socioeconómica, prometió e intentó cumplir a partir de 2009.
A pesar de que sus adversarios políticos están hoy decididos a deshacer y borrar su legado, muchas de las positivas contribuciones de Obama a Estados Unidos y al mundo no se van a poder suprimir, ni de la Historia ni de la memoria individual y colectiva. El presidente Obama supo inspirar a sus votantes y a otros muchos estadounidenses con un mensaje sincero y necesario de esperanza y cambio. Llevó a la Casa Blanca, junto con su esposa Michelle, un comportamiento carente de escándalos, un estilo intelectualmente sólido y riguroso, un sentido del humor inteligente, una oratoria elegante y persuasiva y un saber estar con clase y generosidad que pocos presidentes de Estados Unidos han sabido exhibir. Vistas así las cosas, parece razonable pensar que Barack Obama fue presidente de un país que no supo, no pudo o no quiso estar a la altura de su líder.