LOS seres humanos nos adaptamos al tiempo natural, supeditados al ritmo biológico con su inevitable ciclo vital que nos conduce del nacimiento a la muerte y condicionados por el ritmo ecológico sujeto al ciclo estacional y la dicotomía noche-día.
Pero, el desarrollo científico-tecnológico nos ha posibilitado la superación progresiva de muchos de estos condicionantes temporales naturales. Los seres humanos hemos generado nuevas cadencias sociales y personales al rebufo de relojes, transportes, comunicaciones y luminarias que subvierten el orden temporal derivado de los movimientos de traslación y rotación del planeta.
La irrupción de la máquina de vapor y el resto de los ingenios vinculados con el transporte y la movilidad, junto al telégrafo, el teléfono y demás tecnologías de la comunicación y la conectividad, han acelerado el tiempo en todos los ámbitos de nuestra existencia.
La urbe resultante es una ciudad abierta 24 horas y 365 días, con soluciones horarias amplias y versátiles que dan respuesta ágil, inmediata, a nuestras ininterrumpidas necesidades de consumo y producción. Un consumo que podemos realizar en cualquier lugar, en cualquier momento, de cualquier modo y manera. Una producción que, vinculada al consumo, es continua, en tres turnos, deslocalizada, en un reticular entramado de transporte, logística y distribución.
Hablamos de una ciudad con menos jóvenes, que tardan cada vez más tiempo en incorporarse al mundo laboral, y con más mayores, que temen el retraso de la jubilación como alternativa al largo envejecimiento y la finitud de las pensiones, a la vez que se intensifica la jornada laboral de los adultos para atender la insaciable ciudad 24-365.
En esta ciudad acelerada, los niños quieren ser mayores, hablar y vestir como mayores, y como esos verdes tomates, enrojecen por fuera sin madurar por dentro. En sentido contrario, los jóvenes retrasan su emancipación, sin empleo estable ni vivienda a su alcance, hasta bien entrados los 30. Mientras tanto, los adultos persiguen durante tres décadas su propia sombra, la de sus hijos y la de sus mayores, recibiendo mensajes de obsolescencia programada a partir de los 50. A los mayores se les traslada el mensaje de la eterna juventud, hasta que la dependencia o defunción nos lleve la contraria. Los jóvenes sobradamente preparados tienen que emigrar porque no tienen cabida en nuestro sistema productivo, mientras otros jóvenes menos afortunados tienen que inmigrar anhelando un futuro mejor.
Nuestro vecindario ya no se limita a las personas que habitamos en él. Cada uno de nosotros tenemos conocidos y amigos por medio mundo. Desplazamientos y viajes, reforzados por las redes sociales, nos hacen vivir en un espacio ilimitado, aunque el tiempo disponible para atenderlo siga siendo limitado. Hemos incorporado nuevos lugares a los que nos unen recuerdos y experiencias. Y hemos ampliado nuestras redes de amistad. Por otro lado, cada vez son más las personas que nos visitan, que nos conocen, que interactúan con nosotros y que nos introducen en su comunidad de relación.
Nuestra ciudad ha modificado la estructura familiar. La aceleración de las condiciones económicas, laborales y sociales, junto a la aceleración de los procesos vitales, hacen muy complejo los proyectos para toda la vida. El resultado es una ciudad de familias, que encierran significados y sentidos muy diversos para un mismo significante. Hablamos de una ciudad que, en su aceleración generalizada, tiene serios problemas para conciliar horarios y jornadas de trabajo, relacionales, de ocio y consumo. Las estructuras familiares sufren las consecuencias de miembros obligados a cubrir espacios ilimitados (lejanos destinos de estudio o trabajo, lugares de ocio y consumo dispersos y distantes, horas en pantallas que nos unen a amistades lejanas y, a veces, pueden alejarnos de cercanas,...) en un tiempo siempre limitado a 24 horas.
El resultado es una ciudad donde la aceleración de los procesos vitales es norma común. El estrés vital es un estado social, como resultado del incremento del número de esferas de la vida que exigen nuestra atención en un tiempo acotado. Todo ello, a pesar de que la ficción tecnológica nos hace creer que, al ganar tiempo, aumentamos el tiempo disponible.
Dicho estrés vital se refleja en múltiples experiencias cotidianas. El ser humano que sale apresurado de casa en ayunas o con un café en la mano. La escena de personas corriendo hacia el andén a la caza y captura de un metro que volverá a pasar tres minutos después. El coche que cogimos por unas prisas que nos impidieron ir en autobús. El autobús que tomamos por la necesidad de llegar antes que caminando. El WhatsApp con dos rayas azules que se transforma en una cuenta atrás en la respuesta al emisor. Ese ser desencajado que comienza a apretar el claxon milésimas de segundo después de que el semáforo se ilumine en verde. Las urgentes llamadas, respondidas con premura, y que podían haber esperado a mañana. Los miles de bienes y productos preparados para una obsolescencia programada. El mal humor del veraneante al sufrir retenciones camino del destino deseado. El correo electrónico que llegó hace ya tiempo, tanto como esta misma mañana. La publicidad que logra hacer viejo lo que compramos hace menos de un año. El hábito de medir la distancia en tiempo. El ansia de crecer antes de tiempo. El deseo de bebernos la vida a sorbos. La obsesión de pretender ser eternamente jóvenes.
Ante tales despropósitos, no defiendo la desaceleración como estado permanente, porque la transformación del tiempo es tal que lo inmediato ha venido para quedarse. Propongo más bien aplicar la fórmula de una ciudad al tempo giusto. Tomando como referencia ese tiempo musical que nos devuelve a la velocidad inicial de una composición tras atravesar agitados ritmos y cadencias.
La vida de las ciudades y las personas que las habitamos estamos necesitadas de una vuelta a tiempos de ritmo acompasado, después de mucha aceleración desenfrenada. Y, posiblemente, el objetivo no es tanto cambiar el discurrir del tiempo como optar por un modo distinto de sentirlo. Es más una cuestión de khairós, cualidad del tiempo, que de kronos, cantidad de tiempo.
Las ciudades necesitan dinamismo y agilidad, viven de su capacidad para entender los tiempos que viven, de posicionarse en la innovación permanente. Pero necesitan compensarlo con un tiempo para la memoria, la mirada a media distancia, la comprensión de la complejidad, la reflexión y la respuesta pausada.
Propongo un ejercicio de equilibrismo entre la aceleración y la desaceleración soportado en el arte del tempo giusto.
Probemos a dejar lo urgente para mañana, darle otra vuelta, mirar desde otros ángulos, leer otros pensamientos, escuchar otros testimonios, aprender para saber responder, hacer con mimo, responder con pausa y generando complicidad. Pensar otra realidad requiere tiempo para la reflexión. Sentir lo que otros sienten exige tiempo de escucha. Hacer partícipe a nuestros conciudadanos de una idea, de un proyecto, necesita tiempo de cocreación. Transformar la realidad exige tiempo de maduración.
Las ciudades necesitan del tempo giusto, acompasando momentos de aceleración con remansos de desaceleración. La peatonalización, limitación de velocidad en el tráfico, calles amigables para niños y mayores, slow food, islas sonoras, desconexión temporal, tiempos de silencio, corredores verdes, carriles bici, conversaciones de amigos, corazones de barrio, protección de viejos cafés, cultura de artesano, producción de proximidad, descubrimiento de destinos cercanos? son herramientas al servicio de la rehumanización de los tiempos urbanos.