SABEMOS hoy que la globalización no es inocua y está dejando a mucha gente al margen no ya de una deseable oportunidad, sino incluso al margen de las garantías jurídicas que protegen su consideración como personas. Se produce en el contexto de políticas y decisiones que, siendo a la vez propias y europeas, debieran ser compartidas tanto en cuanto al derecho aplicable como en el de actitudes de respeto a dichos derechos básicos, y de responsabilidad en cuanto a las consecuencias de muchas de las medidas implementadas.

Si alguna queja hemos podido oír de los actores de la cooperación y la acción humanitaria, al margen incluso de la falta de fondos suficientes para atender las cada vez más intensas y graves crisis humanitarias, es la relativa a la ausencia de garantías jurídicas de cumplimiento del derecho internacional, y a la actitud huidiza de muchos organismos internacionales en su aplicación. Del derecho internacional tuitivo de los derechos inherentes a la condición humana constatan no solo la grave infracción de garantías sostenidas por acuerdos y convenciones que los protegen, sino que observan con indignación y estupor la actitud cada vez más frecuente de impunidad y falta de persecución de acciones perseguibles, precisamente por quienes debieran ser protagonistas de su protección.

La anterior reflexión proviene de la constatación de las consecuencias de las graves crisis humanitarias recientes así como de la respuesta ofrecida por las instituciones europeas, encargadas de velar por sus consecuencias allí donde grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas, sin trabajo ni horizontes, sin salida, huyendo de las grandes crisis del sur del Sahel y del conflicto sirio y de Oriente medio en general. Como relatara hace pocas fechas un representante de la coordinadora de ONG, convertidas no solo en víctimas de explotación y opresión, sino de determinada cultura del descarte, donde han dejado de ser solo explotadas para convertirse en población sobrante.

Solo por poner dos ejemplos, se anuncia la llegada de nuevos refugiados en ejecución de las políticas y los acuerdos de la Unión Europea en reubicaciones y asentamientos. Desde los casi 17.800 que se acordó para el Estado español, de los que aún solo ha acogido a 1.742, han llegado hace unos días 34 refugiados a la CAPV (21 a Araba y trece a Gipuzkoa), o 204 a España. Estas cifras no son sino reflejo del fracaso de la política migratoria, internacional y europea, que de poder ser -como decía mi compañero y diputado Mikel Legarda, hace unos días- un binomio virtuoso de equilibrio entre racionalidad y solidaridad, se ha convertido en una manifestación palmaria de insolidaridad y fracaso. Pero manifestación en buena medida también de la incapacidad de vertebrar políticas humanitarias como eje de la actuación de instituciones comunes. Otro tanto podemos decir del Código que podría adoptar la Unión Europea y que como efecto solo conseguiría dificultar el trabajo de las ONG en las aguas territoriales libias o en sus aledaños. Preocupa mucho a las organizaciones humanitarias más reconocidas y reconocibles, como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, un proyecto de Código de salvamento y desembarco marítimo que patrocina Italia y que ha sido duramente criticado, pues supone prohibir los trasbordos de los rescatados en alta mar; esto es, que una embarcación y en cuanto efectúe algún rescate, no puede trasvasar la población recogida a otro barco que la lleve a puerto, pudiendo así continuar con su labor de rescate, sino que deberían acudir a puerto dejando descubierta la zona de rescate para desembarcar a los rescatados. De manera indirecta, aunque suene duro, ello supone condenar a la muerte a muchísimas personas que nadie va a recoger en ese tránsito, porque ese hueco no lo van a cubrir los Estados de la Unión.

Es en este contexto en el que resulta interesante incorporar el enfoque de resiliencia. Si la resiliencia se puede definir como la capacidad para sobreponerse a situaciones adversas sin perder su identidad, en derecho tiene una acepción conforme a la que los destinatarios de esas medidas son resilientes hasta intentar recuperar su libertad, su dignidad, su derecho a ocupar un espacio propio en libertad, en igualdad. Pero también cabe una acepción institucional, que busca la realización de los derechos fundamentales y la mejora en las condiciones de vida de todas las personas, especialmente las más desfavorecidas, a pesar de los choques provocados por tendencias incompatibles con su protección.

No es utópico, sino que viene ya sostenido por los agentes sociales más reconocidos, que tal posibilidad depende no solo de decisiones, sino también de actitudes. Por ejemplo, de los 17 objetivos de desarrollo sostenible (ODS) de la agenda 2030 aprobada por los dirigentes mundiales en Addis Abbeba en una cumbre histórica de las Naciones Unidas (ONU) celebrada en septiembre de 2015, y que entraron en vigor oficialmente el 1 de enero de 2016, el primero de aquellos hace referencia a la desaparición de la pobreza, entendida como toda aquella manifestación que incluso sobrepasa la falta de ingresos y recursos para garantizar unos medios de vida sostenibles. Entre sus manifestaciones se incluyen el hambre y la malnutrición, el acceso limitado a la educación y a otros servicios básicos, la discriminación y la exclusión sociales y la falta de participación en la adopción de decisiones. Al fin y al cabo, dicho objetivo supone integrar una acepción social del crecimiento económico con el propósito de contemplar que debe ser inclusivo con el fin de crear empleos sostenibles y promover la igualdad. Justo lo que en su ausencia empuja a una población desesperada a huir de sus casas, de sus asentamientos, incluso de sus refugios, en aras a buscar una oportunidad que cada vez resulta más huidiza y en la que los llamados países desarrollados jugamos un papel cada vez más incongruente.

No es difícil imaginar por ello reclamar una actitud Europea que contemple la implementación de la Agenda 2030 como una prioridad compartida, resilente a toda tendencia que la obstaculice. Cuentan los agentes sociales implicados que vamos por mal camino por la falta de visión y ambición tanto de la Comisión Europea como de algunos estados miembros. Y ello a pesar de que, en el aspecto legitimador, no es difícil observar que la gran mayoría de la ciudadanía del continente está movilizada con un mensaje claro de una Europa que base su futuro en el desarrollo sostenible, los derechos y la solidaridad.

En este sentido, sabemos que desde alguna plataforma que integra gran parte del movimiento solidario no gubernamental en Europa se está proponiendo que se añada un sexto escenario, el del desarrollo sostenible, como vector a incorporar a cualquiera de los cinco que se han incluido para el futuro de Europa en el llamado Libro Blanco de reflexiones y escenarios para la Europa de los veintisiete en 2025. Este factor obraría no solo como criterio social y de solidaridad, sino también como manifestación de esa actitud resilente, también de las instituciones europeas, de resistencia y superación a las actitudes egoístas, cuando no insolidarias o simplemente xenófobas que algunos pocos pretenden poner en práctica, y que de ninguna manera pueden caracterizar la construcción del espacio europeo.