El oficio de encantador de serpientes debería estar catalogado dentro de las Actividades Peligrosas, subsección de Riesgo Grave e Inminente, pero me temo que en esto también andamos rezagados y a la espera de que desgraciados y luctuosos acontecimientos nos obliguen a realizar la consabida reforma legal a marchas forzadas. Los responsables de velar por la seguridad de los profesionales de los distintos sectores no podrán decir que no están avisados. No hay más que mirar las barbas del vecino: son ya dos los encantadores de serpientes que han muerto en apenas dos meses en Marruecos, y eso que allí tan peligroso oficio apenas tiene en nómina a unos cientos de personas, repartidas por los puntos más turísticos. Aquí, en cambio, es dar una patada a una piedra en cualquier ámbito de la vida política y económica, y ahí que aparece un encantador de serpientes que encandila al público con su aflautado verbo. Estos magos que cambian el turbante por la corbata van también de plaza en plaza para engatusar al público, que es en realidad la serpiente a la que quieren hacer bailar al son que tocan, y obtener así unas monedas que nunca les son suficientes. Al igual que les ha pasado a los dos desgraciados encantadores de serpientes recién fallecidos en Marruecos por las picaduras de sus colaboradores necesarios, a estos magos del verbo les acaban picando los ciudadanos, que les envían al otro barrio, es decir, a la tumba política, económica y social, y a veces hasta a la cárcel.