HACE ahora cuarenta años, en el camping de Chiberta, cerca de la desembocadura del Adour, ETA militar (y su entorno) se quedaron colgados de una brocha y sin escalera. La historia trágica que comenzó entonces (y que ha durado justo cuarenta años) ha servido para ocultar uno de los mayores engaños de la historia europea: el de la ejemplaridad de la llamada “transición a la democracia”, proceso que no ha sido ejemplar y, en algunos casos, dudosamente democrático.

Al contrario de lo ocurrido en otros rincones del mundo, las estructuras y la cultura que habían marcado la dictadura militar (1936-1977) se mantuvieron, en algunos casos, hasta nuestros días. La corrupción, por ejemplo, formaba parte de su ADN. Algunos casos trascendieron y fueron juzgados de aquella manera. Fue el caso de Sofico, una empresa en cuya cúpula figuraban desde un hermano del ministro de Marina de Franco (Nieto Antúnez), varios generales (incluidos los tenientes generales García Valiño o Cabanillas) o el coronel de la Guardia Civil Juan Losada (que había sido jefe de Seguridad del mismísimo Franco). Aquello se solventó con la condena, en 1991, de dos mindundis (los Peyró, padre e hijo). Jesús Ynfante publicó en su día (en Toulouse, claro) un documentado ensayo titulado Los negocios militares. Pero también proliferaban los negocios civiles, como el escándalo del aceite de Redondela: Es la historia de la desaparición de 4.036.052 kilos de aceite de oliva públicos, custodiados por Reace, dirigida por Nicolás Franco Bahamonde. Y la de varias muertes, como la del ingeniero que denunció la desaparición del aceite, oficialmente suicidado tras matar a tiros a su mujer y a su hija embarazada, o la del principal accionista, secretario particular de Nicolás Franco, que apareció muerto en las duchas de la cárcel de Vigo. El sumario desapareció siendo presidente de la Audiencia Provincial de Vigo Mariano Rajoy Sobredo, padre del actual presidente del Gobierno español.

La corrupción no paró en 1977. Solo amainó a causa de la crisis económica que había estallado a principios de la década. O, dicho de otra forma, había poco que robar. A medida que el horizonte se despejaba, comenzaban a surgir casos. Aquel caso FASA (Fundiciones Alsasua S. A.) que costó el puesto al presidente de la Diputación Foral de Nafarroa, Jaime Ignacio del Burgo Tajadura. No fue el único mandatario navarro, implicado en casos: los socialistas Gabriel Urralburu Tainta (el primer presidente autonómico que ingresó en prisión) y Javier Otano Cid (al que le encontraron una cuenta en Suiza). Otro presidente socialista, el asturiano Juan Luis Rodríguez Vigil dimitió, en un acto de coherencia, al estallar el caso Petromocho. Los socialistas, por cierto, se han visto implicados en algunos de los episodios más chuscos de corrupción durante este periodo histórico: Filesa (que llevó a prisión a socialistas como Navarro, Oliveró, Sala...), el caso Juan Guerra, que provocó la dimisión de su hermano Alfonso y una deleznable novelucha de Fernando Vizcaíno-Casas (El huerto del asistente), el caso Roldán, que afectó nada menos que al director general de la Guardia Civil; el caso del alcalde socialista de Alcaucín, Manuel Martín Alba, que guardaba el producto de las mordidas en la funda del colchón. Hay otros episodios con socialistas por medio como el caso de la cooperativa de viviendas de UGT (PSV), que llevó a la cárcel a Paulino Barrabés y a Carlos Sotos. Y aún falta por juzgarse el caso de los ERE en Andalucía, que ya ha enviado a la cárcel al director de Empleo de la Junta y cuyo sumario engloba a 227 imputados, incluidos dos presidentes del PSOE: Chávez y Griñán.

A medida que el PSOE retrocedía, el PP se iba haciendo con parcelas de poder y en el periodo bautizado como “aznarato”, eran otros quienes comenzaban a hacer negocios, que han provocado ya el ingreso en prisión de un exministro y expresidente de Baleares, Jaume Matas; del expresidente de la Diputación de Castellón, Alberto Fabra; del tesorero del PP, Luis Bárcenas, y, ahora, claro, el expresidente de la comunidad de Madrid, Ignacio González. Por cierto, al menos dos antiguos ministros de Aznar, Rato y Zaplana, están inmersos en procesos que podrían llevar a prisión al menos a uno de ellos. Y todo esto sin olvidar los casos de corrupción que afectan a la mismísima Casa Real.

Pero no es la corrupción lo único que cuestiona el éxito de la transición. En 1978, se aprobó una Constitución (que, por cierto, no obtuvo en lo que hoy es Comunidad Autónoma Vasca respaldo suficiente y que hizo que el profesor Juan José Linz hablase de “escasa legitimación”) y, en 1979, un Estatuto de Autonomía (que aún en 2017, sigue sin cumplirse, como ocurre asimismo con la disposición adicional primera de la misma Carta Magna sobre los derechos históricos de los territorios forales). La Constitución, pendiente de su desarrollo en su articulado y leyes se ha utilizado (y se sigue utilizando) más como un elemento coercitivo que, como una forma de integración. Patxi López, en su campaña por la secretaría general del PSOE, habló hace unos días de modificar la Constitución para que la “identidad nacional española” sea de “defensa obligada” por parte de las comunidades autónomas. Frente a la nación de los nacionalistas (vascos y catalanes), se impondría la nación de los nacionalistas españoles. Es decir, lo que no se consigue en las urnas se hace desde una ley aprobada por la mayoría central (como la que, con ayuda del PP, le llevó a él mismo a Ajuria Enea). Es curioso porque, en 2017, en el conjunto de la Euskadi peninsular el número de constitucionalistas es el menor de la historia reciente.

Para guardar (y hacer guardar) la visión restrictiva (y jacobina) el poder central, Patxi López, por ejemplo, propone introducir en la Constitución la “identidad nacional española” de obligado cumplimiento. A esto, claro, se suma la existencia de un Tribunal Constitucional -poco o nada independiente- que, al modo de Corte Suprema venezolana interviene en política. Este tribunal, por ejemplo, es el responsable del estallido independentista de Catalunya.

No hay que olvidar asimismo que el desarrollo constitucional democrático sufrió un frenazo irreversible tras el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, un episodio que aún hoy sigue sin haber sido aclarado (con asuntos como los de la comida en Lleida con participación de tres destacados socialistas, uno de ellos, Enrique Múgica). El primer éxito legislativo del golpe fue la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (Loapa), una forma de hacer revertir el proceso autonómico y que fue en teoría desactivada por el Tribunal Constitucional de antes de que la ley Ledesma (Ley Orgánica del Poder Judicial) lo sometiese al poder político (¡faltaría más!).

Todo lo anterior, sin olvidar eso que se llamó “guerra sucia” contra ETA que llevó a prisión, de forma breve eso sí, a destacados miembros del PSOE, incluido el ministro de Interior, José Barrionuevo. Con él, Rafael Vera, Julián San Cristóbal, Ricardo García Damborenea, Julen Elgorriaga? Con aquel acto lamentable a las puertas de la cárcel de Guadalajara. El libro de Paddy Woodworth Guerra sucia, manos limpias sigue siendo la mejor referencia para una historia de cómo el Estado constitucional se enloda en la ignominia. Y lo peor es que no solo no conocemos toda la verdad, sino que, a víctimas del terrorismo de Estado, caso de Lasa y Zabala, no se les reconoce como tales “porque eran de ETA”. Casos diferentes son los de Manzanas o Carrero Blanco (¿porque eran de Franco?).

Pues bien, ETA militar, desde su brocha y haciendo lo mismo (multiplicado por diez, claro) que los señalados al principio de este texto, ha servido para tapar y justificar desmanes, por un lado, y sobre todo para evitar que, aún hoy, se pueda afrontar este debate en profundidad y con rigor. La transición no ha sido el éxito que se pretende. Quizá haya llegado el momento de iniciarla de verdad.