LAS vacaciones de Semana Santa comenzaron con interrupciones en el sistema informático de control del tráfico aéreo en el tercer aeropuerto más importante de España, el de Palma de Mallorca, y con caídas de la red eléctrica en el AVE Madrid-Sevilla. Puede ser una casualidad, pero lo más probable es que sean dos de la serie de accidentes que previsiblemente se multiplique en los próximos meses, consecuencia de varios años de reducción drástica de las inversiones en nuevas infraestructuras y, sobre todo, en el mantenimiento de las existentes.
Contra lo que se suele afirmar, los recortes presupuestarios se han centrado en la inversión y no en el gasto corriente, más o menos “social”. En 2012, primer año de la era Rajoy y segundo del ciclo del ajuste permanente, el presupuesto del conjunto de las administraciones públicas alcanzó el mayor nivel de la historia, con más de 500.000 millones de gastos no financieros. En 2016, el presupuesto de gastos no financieros era todavía 28.000 millones de euros inferior al de 2012 pero, con un aumento de 13.000 millones de euros en gastos corrientes, el recorte se concentró en los 41.000 millones de euros de reducción en el gasto de capital, esto es, en las inversiones públicas, las ayudas a emprendedores o la creación de empresas públicas; además de, por supuesto, las ingentes inyecciones de capital en las cajas y bancos rescatados, en lo que ya se lleva gastado 48.000 millones de euros desde 2011, y que también se clasifican como transferencias de capital.
“La pertinaz sequía” En 2012, las inversiones de todas las administraciones (la formación bruta de capital fijo) se elevaron tan solo a 25.000 millones de euros, menos de la mitad de la cantidad que se invertía entre 2007 y 2010. Desde entonces no ha dejado de reducirse y en 2016, con una inversión inferior a los 22.000 millones de euros, ni siquiera llegó a dos puntos del PIB. Para 2017, en el presupuesto de la Administración Central, se contempla una reducción adicional de unos 680 millones de euros respecto a la inversión presupuestada para el año pasado, recorte que se quiere concentrar en las infraestructuras hídricas y en la gestión medioambiental y el cambio climático, lo cual augura una pronta recuperación de una de las tradiciones políticas más recurridas en el franquismo, la de la “pertinaz sequía” como invocación causante, natural e incontrolable, de todos los males patrios. Y si la poda no es mayor es porque, obedeciendo la orden del presidente Trump, se van a destinar 356 millones más que el año pasado a inversiones en Defensa.
La situación específica de Euskadi tampoco es boyante en este asunto; las inversiones del Gobierno vasco, diputaciones y ayuntamientos, que representaban antes de la crisis entre el 2,5% y el 3% del PIB vasco, desde 2012 no llegan al 2%, y desde 2015 están estancados en el 1,2%, una inversión que, descontando la destinada al AVE, apenas permite renovar el capital público existente. Otro tanto ocurre con las transferencias de capital, estancadas en los últimos tres ejercicios en unos 550 millones de euros del Gobierno vasco y poco más de 200 de las diputaciones forales. Para 2017 la cosa está aún peor; con una reducción de 7,5 millones de inversión del Gobierno vasco, no compensados por un aumento de 6 millones de las diputaciones forales. Y con una reducción de las transferencias de capital de 13 millones del gobierno y casi 20 millones de las diputaciones, la política de fomento sufre un severo varapalo presupuestario.
La inversión pública no es un complemento de la inversión privada y tampoco se puede analizar como un gasto contracíclico, que tiene que aumentar cuando la acumulación de capital se resiente y reducirse cuando esta mejora. La inversión pública es el componente más estructural del gasto presupuestario, el que tiene una mayor capacidad de modificar a medio y largo plazo la dinámica de la economía y, en el caso específico de España, el principal motor de la propia acumulación privada, pues el peso específico del sector de la construcción y de la industria y los servicios asociadas a la misma hace que la obra pública tenga un efecto dinamizador especialmente relevante en esta economía.
Con una cultura empresarial que manifiesta una especial aversión al riesgo, el Estado ha sido el encargado de iniciar las actividades en nuevos sectores productivos, desde las telecomunicaciones hasta la aviación o las ingenierías. La desaparición de la inversión pública, y en particular de la transferencia de capital para la formación de nuevas empresas públicas, prefigura un largo ciclo de estancamiento económico y baja productividad.
La acumulación de capital Contrario a una opinión muy extendida, no es la demanda salarial la que anima las inversiones -y por tanto, la precariedad de los salarios y empleos la causa del estancamiento- sino que es la velocidad a la que se acumula capital la que determina el ritmo al que pueden mejorar los salarios y en consecuencia el consumo privado. Con una inversión privada en capital fijo inferior al 20% del PIB es poco probable que “el mercado” sea capaz de regenerar la actividad económica. Keynes nunca afirmó que la demanda actual fuera el factor detrás de la inversión y la creación de empleo, sino la demanda “efectiva”, esto es, la que prevén los empresarios para efectuar su nivel de inversión en función de las expectativas de rentabilidad futura. El bajo nivel de inversión privada no apunta precisamente a unas previsiones muy optimistas.
Sin una recuperación de la inversión pública, difícilmente se va a producir una recuperación de la economía a corto plazo. Y sin embargo, todos los partidos del arco parlamentario vasco y español están de acuerdo en que su principal compromiso presupuestario se encuentra con el mantenimiento del gasto público corriente, en particular con las grandes partidas del denominado “gasto social” en sentido amplio, con algunas ligeras matizaciones respecto a qué parte de este sea la más relevante: las izquierdas suelen poner el acento un poco más en las transferencias sociales a los pobres (rentas de inserción, ayuda al desarrollo?) y la educación; las derechas, en las transferencias a jubilados (pensiones) y en la sanidad.
Al existir un consenso tácito de que en caso de tener que ajustar el gasto, hay que empezar por el gasto de capital, la política refleja una fe de carbonero en las virtudes regenerativas del mercado. Como decía Chesterton, el que no cree en Dios, no es que no crea en nada, es que es capaz de creer en cualquier cosa.