LA realidad ha sido siempre algo más bien de derechas: traer a colación un hecho parece implicar que no se admiten interpretaciones y recordar los límites de lo posible. Quien se refiere a algo como un hecho, con frecuencia quiere que se interrumpa un debate o, todavía peor, limitar nuestras aspiraciones. Que no hay alternativa ha sido el típico argumento de la derecha y, mientras tanto, criticarlo se ha convertido en un tipo de discurso que forma parte de lo políticamente correcto en la izquierda. Así se ha configurado nuestro campo ideológico: las derechas defienden los hechos y su vocabulario correspondiente (objetividad, limitaciones, la dificultad de la tarea, la escasez de recursos, lo posible); las izquierdas están por las alternativas e incluso por la utopía y de ahí que suelan hablar de imaginación y crítica, facultades que no se llevan demasiado bien con la realidad e incluso la combaten abiertamente.
Si damos por buena esta simplificación, podemos constatar la curiosa novedad de que hoy son algunos conservadores los que menos aprecio tienen hacia la realidad y mienten con mayor descaro; la capacidad de fabulación de ciertos personajes de la derecha histriónica sobrepasa con mucho a la imaginación de sus adversarios. Tal vez estemos entrando en una época en la que la creatividad comienza a ser una propiedad de reaccionarios. Pensemos en el olímpico desprecio por la objetividad de que hace gala un personaje como Donald Trump o las mentiras del Brexit. El magnate norteamericano ha sostenido, contra toda evidencia, que no apoyó la invasión de Irak, que Obama nació fuera de Estados Unidos o que la emigración mexicana ha crecido dramáticamente (cuando en realidad no ha dejado de bajar en los últimos diez años). En cuanto al Brexit, basta con recordar que Nigel Farage hizo la campaña denunciando que Gran Bretaña pagaba 350 millones de libras a la semana por pertenecer a la Unión Europea, cuando en realidad aporta la mitad.
Reflexionar sobre estos casos puede servirnos para entender mejor el mundo en el que vivimos y, más concretamente, el tipo de cultura política que estamos configurando. Seguramente, esta falta de aprecio hacia los hechos es uno de los factores que explica la creciente polarización de la vida política.
La espectacularización ¿Cómo está constituido el espacio público para que ese menosprecio por los hechos encuentre eco en vez de reproche? De entrada, todo esto tiene mucho que ver con la creciente espectacularización de la política y ya se sabe que una buena historia, aunque sea delirante, entretiene más que los hechos. Timothy Snyder, en su estupendo libro Contra la tiranía, afirma que “renunciar a los hechos es renunciar a la libertad” y que “si nada es verdad, todo es espectáculo”. Los hechos no son divertidos y por eso son marginalizados en una política que se ha instalado desde hace tiempo en el puro entretenimiento, en la que actuamos como clientes, como espectadores que se divierten o se indignan según el caso, y cuya lógica tiene más que ver con el consumo que con la deliberación o el compromiso activo.
Llevo tiempo examinando lo que pasa en Estados Unidos y veo muchas similitudes con la actual política basura en Navarra. Desde hace al menos dos años, la política en Navarra se parece cada vez más a una Trumplandia foral donde rige el reino de la posverdad, se intoxica con datos falsos y el tripartito de la oposición lo pone todo perdido de miedos completamente infundados.
Vivimos en una sociedad plural y es lógico que no valoremos del mismo modo los datos económicos, ni tengamos la misma opinión acerca de las infraestructuras y discrepemos abiertamente de la política lingüística. Todo esto es absolutamente normal. Lo que ya no es tan normal es que tenga que venir el ministro De Guindos para dar unos datos positivos sobre la situación económica navarra ante el estupor de sus compañeros de partido, que no le habían advertido de que el guion de la oposición consistía en pintar aquí un panorama económico desolador.
Entre las opiniones del ministro estaba una cierta relativización de las obras públicas, probablemente para justificar que el Estado hubiera parado las inversiones del TAV y el Canal de Navarra, pero pareciendo desconocer que la posverdad de UPN-PP consistía en repetir desde hace dos años, contra toda evidencia, que esas infraestructuras habían sido paradas por el actual Gobierno de Navarra. El inventario de las posverdades incluye también la imposición de la ikurriña, cuando no se ha hecho otra cosa que permitir que la coloquen aquellos ayuntamientos cuyo pleno en representación de la ciudadanía así lo decida. La otra imposición que se denuncia con ocasión y sin ella es la del euskera, en relación con el cual el Gobierno de Navarra, que únicamente ha pretendido tomarse en serio el carácter plurilingüístico de nuestra comunidad, reflejar mejor la realidad social y responder a las demandas de la ciudadanía.
La demanda social Estoy convencido de que esta política basura desacredita a la oposición, a la que solo le sirve para enervar a los ya convencidos y apuntalar un liderazgo que podría ser cuestionado con un discurso menos dramatizado y no digamos ya si implicara acuerdos con el Gobierno de Navarra. Lo que no consigue así la oposición es llegar al centro político donde crecen las posibilidades electorales y disminuye su credibilidad entre la gente menos ideologizada, que puede comprobar en su vida cotidiana la falsedad de tales afirmaciones. Creo que en el corto plazo el Gobierno de Navarra no queda erosionado por esa estrategia de la oposición, cuya brutalidad mejora la cohesión del cuatripartito.
El problema no es el corto plazo de unos y de otros sino el clima general que se produce. Hay una demanda social para recuperar la calidad de la vida política y de este modo no se puede producir. El cambio se reduciría a mera alternancia, cuando lo que necesitábamos era un cambio de cultura política en general, entre quienes sostienen al gobierno y entre los partidos de la oposición. Poco habríamos regenerado la convivencia democrática si no respetáramos la objetividad, primera condición para respetarnos entre nosotros a pesar de nuestras evidentes diferencias.
El respeto a la objetividad -que permite interpretarla de diversa manera pero no moldearla a nuestro gusto- es el primer paso para que no haya buenos y malos navarros, quienes se encargan de defender a Navarra frente a quienes al parecer desearían su desaparición. Como advierte Snyder en el libro citado, cuando la política comienza con una hostilidad hacia la realidad verificable, acaba convirtiéndose en una lucha entre el bien y el mal en vez de ser un debate acerca de las posibles soluciones a los problemas reales de la gente.