LOS autores (poetas, escritores, pintores, escultores, artistas gráficos y visuales, fotógrafos, etcétera) dedican mucho esfuerzo, e incluso su patrimonio, a formarse y a producir su obra. Eso conlleva que, por lo general, no puedan ocuparse de actividades probablemente más lucrativas. Una consecuencia inmediata de este hecho es que, en la mayoría de los casos, la herencia material que dejan a sus descendientes suele ser modesta: ni grandes sumas de dinero, ni casas, ni apenas recursos. Tal vez los más afortunados puedan legarles cierto peculio gracias a la explotación comercial que se haga de su trabajo.
Reflexionemos: ¿Sería legítimo que pasados setenta años (o sesenta, u ochenta) de la herencia de una propiedad el beneficiario la perdiese por caducidad de su derecho y pasase al dominio público, como ocurre con los derechos patrimoniales de autor? La respuesta puede ser negativa y es entendible. Pero podría ser afirmativa, lo cual también sería comprensible. En este supuesto, la heredabilidad sin límite temporal de cualquier bien quedaría derogada.
Debería de haber discusión jurídica, a pesar de que social y culturalmente se asuma como conveniente la expropiación forzosa de los derechos patrimoniales de autor transcurrido un periodo más o menos largo (o corto) de tiempo tras el óbito de aquel. Quizá la solución sea seguir una vía intermedia, que consistiría en ampliar el periodo de pervivencia de los derechos de autor cuando este haya fallecido (¿por qué no hacerlo indefinido como ocurre con cualquier otra herencia?) y simultáneamente flexibilizar la rigidez en cuanto a la modificación y utilización, acaso total pero sobre todo parcial, de sus producciones por terceros; tanto en vida del creador como una vez acaecida su muerte. Por supuesto, con la correspondiente y justa compensación económica cuando de su difusión se obtengan beneficios. De este modo se potenciaría la creación puesto que como nada sale de la nada, unos autores podrían producir obra a partir de la ya generada por otros.
En oposición a este planteamiento se ha argumentado, por ejemplo, que hay escritores muertos a los que no se puede editar porque sus herederos exigen muchísimo dinero y que sus producciones son de interés general. Por eso, aunque no deje de ser controvertida, pues conlleva reconocer la existencia de un supuesto derecho natural de la sociedad a beneficiarse, de forma gratuita, del esfuerzo de toda una vida de una pequeña parte de sus miembros, aceptemos la siguiente premisa: que la obra de los autores fallecidos debe pasar al dominio público por constituir un bien cultural que toda persona ha de poder disfrutar, gratis.
expropiación-confiscación Como he señalado, la legislación vigente impone a los legatarios la expropiación forzosa de sus derechos patrimoniales sobre sus creaciones pasados setenta años del óbito del autor. Sin embargo, al contrario de lo que acontece en la expropiación de cualquier otro bien (un terreno o un inmueble), en este caso no se indemniza a los expropiados, con lo cual no estamos en realidad ante una expropiación, sino ante una confiscación.
Pero, ¿por qué no ir más allá? Que el desposeimiento de los derechos hereditarios se pueda realizar al día siguiente de fenecido el autor. Porque si la producción de los creadores es de utilidad pública, ¿para qué esperar setenta años tras su muerte? Esta posibilidad parece tan admisible a la inteligencia y a la conciencia como la de aguardar un plazo predeterminado de tiempo, ya que el motivo (espurio) que la justifica está presente desde el instante inmediatamente posterior al paso casi con absoluta seguridad a mejor vida del artista.
Es un abuso inadmisible. Estamos instalados, para bien y para mal, en una economía de libre mercado, por lo que no cabe hacer trasnochadas y decimonónicas excepciones en nombre del interés general (el cual tiene más de interés que de general, como lo demuestra el hecho de que varía en función del color del partido en el gobierno). Y además, en este tema, es un interés general muy singular dado que se expropia en su nombre sin indemnización compensatoria de ninguna clase.
Reconozcamos, de una vez por todas, el trabajo y la dignidad de artistas y creadores, y respetemos el derecho igual de sus herederos a ser resarcidos cuando son expropiados. Por el Estado, en el ámbito doméstico, y por las correspondientes instituciones supraestatales (UE, ONU, o la que en cada caso corresponda), cuando de la apropiación de las obras se beneficie la comunidad internacional.