DESDE luego, algo significa que 80.000 personas de Euskadi cada fin de semana busquen el aire limpio y aromático de la verde montaña. Que haya 30.000 montañeros federados debe ser casi un récord. Lo mío, sin embargo, fue la ría y el mar. Todos los capitanes de la Naviera Sota y Aznar -hablo de 1926-1932- sabían que mi vocación era la de txo de barco y, como tal, para 1928 (mis ocho años) conocía todos los montes de Bizkaia; es decir, conocía el interior de todos los buques de Sota que llevaban los nombres de aquellos: Amboto Mendi, Artagan Mendi, Oiz Mendi? Conocía la historia de todos ellos, sus características: eslora, manga, calado, toneladas, arboladura, velocidad en millas, etc.

Cuando los estudios me hicieron pisar tierra, como era el de menor altura de mis cinco hermanos, crecí aspirando a las alturas: “¿Qué habría detrás?”, “¿Se podría ver el mar desde allí?”. En Bilbao, lo tenía fácil: Artxanda no llegaba a 300 metros. Fue el primero. Me encantaba aquel magnífico casino de tres cuerpos unidos por dos amplísimas galerías (salones, comedores). Era muy joven y fue mi primera y última farolada o bilbainada: aposté que le ganaba al funicular. Llegué reventado. El conductor, que entre tanto había hecho otro viaje, me felicitó: “Eres un valiente, chaval. Serás un gran montañero”.

De grande no tengo nada y no soy en absoluto competitivo, pero con Artxanda tengo un récord. Desde el 1 de octubre de 1968, durante ocho años subí diariamente la montaña, hiciera el tiempo que hiciera, a las 6:15 de la mañana, a oscuras, sin camino, es decir, por el camino que ha sido y es siempre el más corto entre dos puntos, para estar a las 7 en mi despacho dando los últimos toques a mis clases mañaneras, en el edificio que nació como Facultad de Teología de la Universidad de Deusto.

Si has sentido una vez la montaña estás condenado a oír la voz casi irresistible de su llamada. La aguda del Pagasarri (671 m.) y la grave del Ganekogorta (1.062), el primer mil que, sin salir siquiera de Bilbao, me invistió de “montañero”. Esto cambió mi relación con la montaña. Las alturas, como tales, comenzaron a interesarme menos. Tengo, sin embargo, una discreta colección de miles, algunos repetidos más de catorce veces, como el Izarraitz (1.026), y el Ernio (1.078), sobre Régil, cuna de boxeadores, aizkolaris y astutos jesuitas. La sierra de Amboto (1.334), hasta el arisco Udalaitz (1.100), incluida la dama o sorgiñe Maddi, que las noches de luna llena, salía de su cueva a peinarse en la peña más alta, y para que nadie la molestase formó el paso del diablo, que sigue cobrándose vidas.

Creo que fue en el Aitzgorri (1.531) y en su magnífica campa de Urbía, sobre Arantzazu, hablando con los pastores, cuando sentí en todo mi ser la sacudida de lo vasco, y en la Mesa de los Tres Reyes (2.438) donde me sentí más republicano y demócrata. En 1962, el deporte de montañero se pasó de rosca o me puso a prueba. Todo se debió a que uno del grupo aprendió la Chanson de Roland, y quería cantarla in situ, Roncesvalles (1.070), y otro quiso hacer una prueba del euskera pirenaico. Acordamos empezar por el más lejano, y más alto pico: el Aneto (3.404, Posets (3.367), el Monte Perdido (3.352), Marbore (3.328), Vignemals francés (3.303), y ya en los Bajos Pirineos, el pico de Orly (2.017), y la última cima La Rhune (800), hasta acabar en Hondarribia, en plena campaña del bonito, ante una rodaja de este pescado a la parrilla con un trago de txakoli de Guetaria.

Pero antes de aterrizar en Guatemala el 28 de agosto de 1947, desde el avión apunté: Volcán de Agua y Volcán de Fuego. Y así fue. A la una de la mañana nos presentamos en el último pueblecito (Ciudad Vieja) a los pies del Volcán de Agua, el rector del Seminario Conciliar, un jesuita navarro a quien había metido el veneno de subir, buscando un “semoviente” (burro o parecido) y un guía. El semoviente, por si el rector fallaba: tenía cuarenta y cuatro años y ninguna práctica montañera. Nos esperaban 3.752 m. Creo que tardamos cinco o seis horas. ¡Mereció la pena! ¡Entre el Pacífico y el Atlántico! ¡Soberbio! Y ¿el cráter? Unos ochenta o cien metros de diámetro. No era fácil bajar hasta la tierra que lo cubría, pero peor lo pasé para salir de él. El Volcán de Agua tomó ese nombre en 1541. La ciudad de Guatemala se había formado a sus pies, en el valle de Almolonga. Pedro de Alvarado, conquistador y gobernador del llamado Reino de Guatemala, en un viaje a Méjico, murió en Guadalajara dejando a su esposa, Beatriz de la Cueva, como gobernadora. Esta firmó ya su nombramiento como La Sin Ventura. A los pocos días cayeron unos tremendos aguaceros y casi a la vez se produjo un terremoto que hizo que el agua del cráter lograra romper la pared del cráter encima de la ciudad, destruyéndola. Murió La Sin Ventura y sus 11 damas y unas 700 personas y la capital se trasladó al valle de Panchoy.

Al Volcán de Fuego (3.871), subí con un amigo seglar. Su última erupción fue en 1850. De vez en cuando asomaban por su cráter llamas y humo. Aquel día estuvo tranquilo, aunque en su interior se veía fuego. Mi máxima marca la conseguí en el altiplano boliviano a 4.193 m., en 1974. Pero el monte más conocido al que he subido es el Djebel Musa, 2.052 m., el bloque de granito rosado, El Sinaí.

No sé si he merecido el título de montañero que si es una gran recompensa también es a la vez una fuerte exigencia y responsabilidad. Montañero, montañera, es ser compañero, de igual a igual, de todos los enamorados de la montaña y la naturaleza desnuda. En la montaña los montañeros se saludan -un saludo alegre- sin conocerse, se hablan y bromean como si fueran de “los de toda la vida”, se ofertan y comparten desde un trago a unos miligramos de glucosa en forma de tableta de chocolate. La igualdad real resalta sobre todo cuando el grupo montañero está formado, por ejemplo, por estudiantes y sus propios profesores. Quien lo ha vivido, no lo olvida porque les ha cambiado a ambos. La montaña esconde a las bestias y humaniza a los humanos. ¿Por qué los educadores, las órdenes religiosas, los partidos políticos coinciden en formar grupos de montaña? Subir y bajar montañas es acariciarlas por fuera; vivir su vida, acariciarlas por dentro, exige tiempo, sin prisas. Pasé tres o cuatro días junto al puente de los navarros, en Ordesa; lo mismo en la Sierra de Andía, Urbasa y Aralar. Al patearlas con calma y gusto, descubría sus arrugas y secretos, elegía las hayas o robles preferidos, tenía los mejores lugares para leer y sestear, para despedir el día y recobrar lo antes posible la luz, donde se oye crecer la hierba y donde no pican los mosquitos. Me ayudó mucho haber leído a los siete años Amaya o los vascos en el s. VIII. Conversé con el señor de las Amescoas, visité Jauregizar, sentí la tragedia del de Goñi, pero sobre todo sentí que estaba sobre la “tierra de los antepasados”. Nunca he estado solo en la montaña, siempre con los antepasados, con sus preocupaciones y esperanzas. Y los que vengan pisarán sobre las mías.

Sin embargo, donde más he vivido y disfrutado la montaña, por la cercanía y circunstancias especiales, ha sido en el Gorbea (1.482). Más de 20 años, cada tarde de sábado, con lluvia, nieve, viento, sol, para las siete-ocho de la tarde en el Gorbea. Una familia nos prestó una txarrikorta. Un rectángulo de piedra de cinco o seis metros por tres cubierto por un techo de uralita. Pero antes del año era la txabola o refugio más chic y completa en kms. a la redonda. Recubierta interiormente de madera, gozaba de hogar, comedor, sala de estar y seis literas: tres y tres. Hecho por nosotros. El Gorbea a nuestra disposición y contemplación.

Con motivo del paso del siglo del XIX al XX, León XIII sugirió coronar las cumbres con cruces. El País Vasco le hizo caso. La del Gorbea, 1,23 m., se instaló en 1899. Para el montañero, la cruz dominando sus montes es un capricho o señal, pero si además es cristiano, cuya fe es vivir acompañado del misterio de Dios, cada cumbre te acerca más a ese misterio, el de la trascendencia que junta la Cruz y la Resurrección. Todos los días de montaña, en alguna cumbre, hemos celebrado el misterio de la Eucaristía; en el Gorbea, en la mesa de la txabola. Y, cuando, después de cenar, el toque de silencio rompía la noche, nos dejaba a cada uno con el misterio plasmado en la silueta de la alta cruz y el gran misterio del “Silencio de Dios ante el Mal”, ante los grandes Holocaustos o el más chico.

Cuando ahora paseo junto a la ría, leo en la mirada de los transeúntes: “Pobre viejito, ¡cómo te cuesta! ¡Mejor estarías en tu casa!”. Y, con la mía, les respondo: “Pobre y viejito sí, pero a vuestra edad, os daba media hora de ventaja al Pagasarri y os ganaba”. Y sigo a mi paso cantando por lo bajo: “Goazen mendirik mendi / euskotar gazteak, / goazen aldapan gora / mendigoizaleak./ Aize osasuntsuaz / bizitza indartzera / aberri guztiari / agur egitera”.