Un paso necesario, nada que celebrar

ETA culminó ayer el largo proceso por el que, con todas las cautelas hasta la exhaustiva comprobación por parte de las fuerzas de seguridad, ha dejado de ser una organización armada, cinco años y medio después de anunciar el fin definitivo de su actividad violenta. Todo parece indicar que se cierra, así, uno de los capítulos más negros de la historia de Euskadi, tras más de medio siglo de asesinatos, persecuciones, amenazas, amedentramiento, extorsiones, destrozos y, en definitiva, vulneraciones de los derechos humanos que han condicionado la vida política y social de Euskadi durante este largo periodo y que han dejado un terrible saldo de cerca de un millar de víctimas mortales.

Si, como afirmó ayer el coordinador de la Comisión Internacional de Verificación (CIV), Ram Manikkalingam y vino a confirmar el Gobierno francés al calificarlo de “un gran paso”, lo ocurrido ayer “es el desarme de ETA”, se trata de una buena noticia, de un avance necesario por parte de la organización y que toda la sociedad vasca estaba esperando y demandando desde hace mucho tiempo. Es un paso fundamental, pero no hay motivo para celebración alguna, sobre todo porque llega muy tarde -en especial para las víctimas- y se ha producido en circunstancias que han rozado el patetismo.

El desarme escenificado ayer parece cumplir los requisitos exigidos para considerarlo como tal. Ha sido unilateral, sin contrapartidas, verificable en la medida que ha intervenido una comisión internacional y el arsenal puede ser comprobado, legal ya que la documentación con las localizaciones de los zulos ha sido entregada a las autoridades francesas y, si no completo -un extremo en todo caso muy difícil de contrastar-, sí al menos suficiente como para entender que ETA ya no dispone de capacidad para mantener su actividad armada. Un desarme en el que las instituciones vascas -de la CAV, Nafarroa e Iparralde- han tenido un papel discreto pero esencial y un comportamiento ejemplar para que pudiera llevarse finalmente a cabo con éxito.

ETA ha entregado sus armas sin épica alguna, sin conseguir uno solo de sus objetivos y sin obtener nada a cambio. Ese es el gran símbolo de lo ocurrido ayer: el de la derrota sin paliativos pese a los intentos de edulcorar tanto el proceso de desarme como la propia historia de la organización terrorista utilizando torticeramente a la sociedad civil, la misma que tantas veces ha despreciado.

Tras el día de ayer, queda aún mucho por hacer. En primer lugar, verificar todo el arsenal y comprobar su posible utilización en algún atentado, para su posible esclarecimiento. En cualquier caso, ETA debe a la sociedad vasca aún otro paso, el definitivo: su disolución, que, por otra parte, se tenía que haber producido hace décadas. Ni armada ni desarmada tiene ETA papel alguno que jugar en el futuro de Euskadi. No sería entendible su permanencia, ni ética, ni política ni estéticamente. ETA es ya trágico pasado que no se puede ni se debe olvidar y que nunca debió producirse. Tal y como afirmó ayer el lehendakari, Iñigo Urkullu, el desarme certifica que “ni una sola de las víctimas de ETA debió producirse nunca”. Ahora, queda aún la tarea de asentar la paz, reconocer y reparar a las víctimas y consolidar la convivencia. Para ello, sería necesario que ETA y la izquierda abertzale abordaran de una vez el reconocimiento explícito y público del daño causado. Llegará, en cualquier caso, también muy tarde.