DECÍA Gila: “A mí me gusta la guerra, vas matando gente por ahí y nadie te dice nada”. Es la ironía simple de la gente que vive situaciones en las que esa desinhibición, “Estamos en guerra”, justifica lo injustificable. No matar ha sido una constante en los códigos éticos de todas las civilizaciones de la humanidad, precisamente porque se considera que ese proceso de autodestrucción está mal, pero la guerra fagocita todos los códigos éticos. Y si, además, ya existe un sustrato de intolerancia y falta de ética muy pronunciado en las costumbres de un pueblo, lo que aflora a la luz es lo que se ha estado incubando a lo largo del tiempo. Así se alimenta el huevo de la serpiente.
Cuando hablamos de seguridad, contemplamos cuestiones económicas y políticas, también humanas, que tienen en cuenta la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales, la primacía del derecho y los principios de democracia, tolerancia y no discriminación. ¿Por qué hacemos una excepción ante esas líneas rojas cuando utilizamos la palabra guerra? ¿Por qué la discriminación está creciendo en nuestras sociedades?
En nuestro entorno hay muchos crímenes motivados por la intolerancia y se denominan crímenes de odio. Se trata de actos criminales, amenazas, agresiones, destrucción de bienes, que tienen un motivo discriminatorio por razón de raza, religión, sexo... La medicina preventiva ante esta situación es una profundización en la democracia, pero, desgraciadamente, parece que los signos de los tiempos oscilan entre una banalización a golpe de tuit y una hostilidad hacia la democracia, con todos los posibles golpes que supone el auge actual de la extrema derecha. Polonia, Hungría, Dinamarca, Francia, Suiza y Austria superan ampliamente el veinte por ciento de apoyos en esa línea, y Alemania y Suecia están en torno al catorce por ciento. La inmigración, la identidad nacional, la acogida de refugiados están sirviendo para alentar provocaciones, divisiones sociales y gestar ciclos de violencia.
El odio incubado en los pueblos estalla en justificaciones de guerras, incluso sin percibir que las víctimas se van a encontrar tanto en un bando como en otro, en una espiral de sufrimiento que nunca acaba, especialmente entre las capas más desprotegidas de lo que se llama uno y otro lado. ¿Pero es que hay algún lado?
La intolerancia daña personas y grupos, pero es fruto de la descomposición ética y democrática que, no lo olvidemos, han de estar unidas. La tarea es ingente, y nadie puede ser indiferente porque las respuestas individuales son el paso previo a las respuestas colectivas.
Cuando hay un crimen, los expertos de las series televisivas se preguntan por el móvil del crimen. ¿Por qué hay tantas series televisivas en las que se mata constantemente? Es verdad que los malos y los más malos todavía matan a mucha gente, pero también los buenos, incluso los muy buenos, terminan matando a tantos malos para salvar a los buenos que tanto hedor a sangre es demasiado sospechoso. Pero en los crímenes de odio no se analiza el móvil, el origen del odio, y así incluimos estos hechos en las estadísticas como un suceso más. Cuando un joven de los barrios periféricos de París o de una ciudad americana resulta agredido por la policía y se producen disturbios que duran en el tiempo, confundimos el móvil con la mecha que enciende el fuego, pero el depósito de gasolina se había llenado previamente durante años, y a veces durante siglos. Y si el crimen de odio ha sido cometido por la Policía, los estados se encuentran desacreditados para establecer procesos de credibilidad democrática y de profundización en el respeto a los derechos humanos como fundamento de la democracia. El odio alimentado en este contexto no es más que una manifestación de que la brecha social solo nos lleva al abismo.
Es sintomático que el miedo prende entre determinadas capas bajas de un tipo de población y pide mano dura contra otro sector, también desprotegido, y para ello apoya políticas discriminatorias que al final caerán sobre su propio tejado porque repercutirán en mayor debilidad de la protección sanitaria, educativa y de pensiones. Diríamos que el reto de la izquierda es el de unificar los dos sectores, pero bastante tiene con no dividirse más. Mientras tanto, las grandes fortunas, la plutocracia dominante, se frotan las manos porque incluso si hay guerra sabrán seguir ganando, como lo hacen durante todas las crisis.