La anglosajonización del mundo
EL siglo XIX fue el siglo británico, y el corto siglo XX, ese que empieza tras la Primera Guerra Mundial, estadounidense. En ambos casos, para imponerse tuvieron que lidiar con otros aspirantes a la cúspide de las naciones. Gran Bretaña impuso su orden mundial tras las guerras napoleónicas, cuando logró derrotar las aspiraciones de Francia, la otra gran potencia industrial de la época, al liderazgo mundial. Haciendo buena la afirmación de que la historia la escriben los vencedores, Gran Bretaña se colgó la medalla de la derrota definitiva de las tropas napoleónicas, primero con su expulsión de España en 1813 y finalmente, en 1815, con la batalla de Waterloo. Pero estas victorias no hubieran sido posibles sin la aniquilación total de los 650.000 soldados del ejército francés en el invierno ruso de 1812. Desde entonces, la capacidad de reclutar nuevas huestes guerreras se vio seriamente mermada para la Francia napoleónica.
A finales del siglo XIX, la segunda fase de la revolución industrial trajo las aspiraciones alemanas a la hegemonía política en el globo. Este nuevo país, cuna de las innovaciones tecnológicas en la industria química y del automóvil, desafió con éxito el dominio británico, pero fracasó ante Estados Unidos, la potencia tecnológica, demográfica y territorial que se alza a la primera posición del dominio del mundo capitalista tras la derrota de las aspiraciones alemanas en 1945? gracias de nuevo al debilitamiento de las tropas nazis en el invierno de 1942-43, perdiendo un millón de soldados en el frente ruso, 600.000 solo en la batalla de Stalingrado.
En el escenario del siglo XXI, el dinamismo económico parece haberse desplazado aún más hacia el oeste y China parece apostar por construir un nuevo liderazgo global que de nuevo es visto como una amenaza y un desafío por la potencia ahora al mando. China ha sustituido a Estados Unidos como primer socio comercial en muchos países y desde que se instauró el nuevo orden mundial a finales de la Segunda Guerra Mundial es el primer país que se ha atrevido a proponer nuevos organismos y acuerdos internacionales en materia de comercio y de inversión en el mundo capitalista sin contar con visto bueno norteamericano (que nadie se llame a engaño: el proyecto y la realidad de la UE siempre ha estado bajo tutela del amigo americano). En esto, no hay contradicciones entre demócratas o republicanos, entre la vieja o la nueva política estadounidense. Todos están de acuerdo: China es el principal problema geopolítico para Estados Unidos.
Pero hay algunas diferencias significativas con relación a los dos siglos previos. En primer lugar, la innovación más importante en la tercera fase de la revolución industrial no se vincula a las transformaciones en las tecnologías materiales, asociada a nuevos componentes, energías o transportes, pese a que también ahora presenciamos este tipo de innovaciones.
El cambio de mayor alcance en el siglo XXI es precisamente la globalización. Que es también un subproducto del dominio anglosajón, en un contexto en el que la mundialización es precisamente la globalización de la cultura anglosajona, inalterada por los límites que las fronteras nacionales imponen a la circulación de bienes y personas y donde la cultura y el idioma global, el inglés, funciona como procedimiento para extraer riqueza inmaterial -conocimiento- del resto del planeta, y la financiarización y el dominio del dólar en las transacciones y reservas internacionales actúa como procedimiento para captar rentas financieras en beneficio del centro de dominio global.
Otro aspecto de la nueva revolución tecnológica que, como todas, es también una revolución social y de costumbres, es que a diferencia de las rivalidades intercapitalistas anteriores, la disputa ahora no se coordina desde las estrictas fronteras nacionales de los principales rivales; la disputa ahora no es por imponer uno u otro proyecto imperial con un centro geográfico delimitado por ronteras dentro de las cuales se accede a la ciudadanía del imperio y fuera no. El nuevo escenario nos retrotrae en cierto modo al concepto de ciudadanía de la antigua Roma: allí donde hay un ciudadano romano, se halla presente el imperio.
Por eso, ahora el área de influencia de China es, ante todo y por encima del territorio de China, la comunidad china esparcida por el mundo. Este nuevo escenario de rivalidades comunitarias más que nacionales ha sido bien entendido por parte de la clase política anglosajona; una fracción minoritaria en el discurso, pero dominante en la política doméstica: Trump en Estados Unidos, los defensores del Brexit en Gran Bretaña, los laboristas australianos? todos intuyen que el nuevo juego de tronos no se realiza con las reglas con las que se lidió la confrontación con Napoleón o con Hitler.
Frente a una clase política estadounidense anclada en los valores de la Guerra Fría -al calor de la cual se ha desarrollado un poderoso complejo de intereses materiales y políticos (el complejo militar-industrial contra cuya creciente influencia política alertara ya el presidente Eisenhower)- que pretende reproducir la división en dos mundos para intentar consolidar el dominio estadounidense sobre una parte del planeta (de ahí los esfuerzos de la administración Obama por separar a Rusia de Europa y lanzarla en brazos de China), Trump sí ha comprendido la lección histórica de los siglos anteriores: Rusia es la clave para inclinar la balanza hacia uno u otro de los contendientes en la disputa por la hegemonía. Será mejor que los 17 millones de km2 del territorio ruso, sus 800.000 soldados, no se sumen a los 10 millones de km2 (los mismos que Estados Unidos) y 2,5 millones de soldados chinos, y, sobre todo, que los 90.000 millones de barriles de petróleo ruso se sumen a los 40.000 millones de las reservas de Estados Unidos y no a los 30.000 millones de reservas de China.
Tal parece que, como ocurriera con Thatcher y Reagan, británicos y estadounidenses están inaugurando un nuevo ciclo político mundial. Quizá haya que hacer una lectura del Brexit distinta a la habitual. No es que los británicos hayan decidido encerrarse en la fortaleza resquebrajada de la política nacional, sino que simplemente han cambiado de bando: en lugar de defender desde una Europa dominada por Alemania su participación en la hegemonía global, han decidido hacerlo en una alianza reforzada con la comunidad anglosajona.
Y Trump a lo mejor no es tampoco el representante reaccionario de una inviable vuelta al pasado de esplendor estadounidense sino que, al contrario, representa la apuesta más audaz para enfrentar el desafío chino a la hegemonía anglosajona, con una nueva visión transnacional basada en la alianza global de los hombres blancos (o asimilados) que hablan y piensan en inglés. En este caso, es a los demócratas y al establishment republicano, junto al lobby de los servicios secretos incrustado en la administración y los medios, a quienes habría que contemplar como representantes genuinos del pasado, en una posición conservadora defendiendo la vieja política de una remozada guerra fría.
Otros acontecimientos menores pero significativos de este gran juego de poder global apuntan en este sentido, como el creciente papel geoestratégico que juega Australia en el control de las rutas marítimas entre el Índico y el Pacífico o en el apoyo a las iniciativas comerciales estadounidenses frente a las de China, el aumento del peso militar de las potencias anglosajonas menores (Canadá y Australia ocupan los puestos 22 y 23 en poderío militar) o la decisión en marzo pasado de los neozelandeses de no maorizar su bandera y mantener la enseña anglo-identitaria. Los cinco grandes países anglosajones disponen de territorio en tres continentes y en todos los océanos de 28,5 millones de km2, dos más que Rusia y China juntas; 1,8 millones de soldados, unas reservas de petróleo diez veces mayores que las de China y 2,5 veces las de Rusia, una población mayor en 25 millones a la de la UE27, un PIB (en paridad de poder de compra) de 23 billones de dólares, 1,3 veces el chino y 1,5 veces el de la UE27.
Quien queda bastante desamparado en este escenario es la vieja Europa; a los paganos habituales de la periferia -latinoamericanos, asiáticos y africanos- les tocará lidiar con algo que en todo caso les resulta conocido, la dominación exterior sobre sus políticas domésticas y la expoliación de sus recursos. Pero Francia y Alemania han sido las potencias que disputaron el poder mundial en el siglo XIX y XX y hoy se presentan como socios menores incluso para sus antiguos contrincantes y aliados. En el nuevo escenario de la confrontación anglo-china, Rusia, que sería el complemento imprescindible para dotar de músculo territorial, energético y de población al proyecto europeo, ha sido rechazada como socio privilegiado por la UE y probablemente termine logrando un estatus de neutralidad en el nuevo escenario mundial en el que Europa no termina de encontrar un lugar más allá del proyecto, también viejo, de la Gran Alemania y su espacio vital.