EN Anatomía de la destructividad humana, el psicólogo humanista Erich Fromm explica de manera muy clara que solo los seres humanos parecemos sentir gusto en aniquilar a un ser vivo sin más razón ni objeto que destruirlo. Esta destructividad y crueldad (sadismo o masoquismo) no pueden explicarse en términos de herencia animal ni de instinto destructor. El autor determina que la agresión maligna es específicamente humana.

No sirve para sobrevivir y sin embargo es una parte importante del funcionamiento mental del ser humano. Es una de las pasiones dominantes y poderosas. Existe, además, una tercera forma destructiva de funcionar, el narcisismo: si no escogemos el camino del amor ni conseguimos dominar ni ser dominados lo suficiente, podemos resolver el problema relacionándonos exclusivamente con nosotros mismos. Entonces nosotros somos el mundo y amamos al mundo amándonos a nosotros mismos. Este narcisismo puede exacerbarse hasta tal punto que puede acabar traduciéndose en ansia de aniquilar a los demás.

Según el autor, la conciencia de sí mismo, la razón y la imaginación han trastornado la armonía que caracteriza la existencia animal. Los seres humanos formamos parte de la naturaleza, estamos sometidos a sus leyes y no podemos cambiarlas, pero al tomar conciencia de nosotros mismos trascendemos la propia naturaleza: siendo parte? estamos aparte. Teniendo conciencia de nosotros mismos comprendemos nuestra falta de poder y las limitaciones del vivir. Nunca estamos libres de la dicotomía de nuestra existencia; no podemos librarnos de nuestra mente aunque quisiéramos. El ser humano es el único animal para quien su propia existencia es un problema que necesita resolver y que no puede soslayar. No puede volver al estado prehumano de armonía con la naturaleza y no sabe a dónde llegará si sigue avanzando. La contradicción existencial produce desequilibrio constante.

La persona hambrienta de destructividad ha desarrollado su adicción por aniquilar a los demás sobre un profundo sentimiento de temor hacia su propia existencia, protagonizando una descalabrada huida hacia adelante, priorizando la cobardía, la irresponsabilidad y la crueldad. Cobardía es la ausencia de ánimo y valor. También se suele considerar como un exceso de prudencia tal que es incapaz de encarar consecuencias. Generalmente no suele estar bien vista en la mayoría de las culturas y, tal vez por ello, cueste identificarla en los demás y aún más, si cabe, en uno mismo. Y si por mostrarnos cobardes corremos el riesgo de ser estigmatizados y rechazados, pues entonces lo mejor será disimularla y tratar de que aflore lo menos posible. Esta comprensible actitud puede servirnos para evitar el rechazo de quienes nos rodean, pero no permite abordar el meollo de la cuestión: La única manera de superar la cobardía es afrontándola de cara.

¿Qué es lo que me asusta? ¿A quién temo? El mero hecho de plantearnos estas preguntas ya requiere una buena dosis de valor y honestidad. De igual manera, hace falta otro tanto o más para estar dispuesto a escuchar las posibles respuestas. A buen seguro, no resultará una reflexión muy agradable, ya que posiblemente nos topemos con partes internas que hemos intentado silenciar.

Llegados a este punto, alguien podría objetar: “¿Qué necesidad hay de atravesar dicha experiencia desagradable?... Buena gana de complicarse la vida”. Entonces se me ocurre preguntar: “¿Cómo nos complicamos realmente más la vida: permitiéndonos sentir lo que sentimos o intentando dar una imagen tal que nos permita aspirar a la aceptación de los demás? Cuando nos permitimos sentir en nuestro cuerpo la sensación de temor, estamos fortaleciendo nuestro valor interno. Cuando somos capaces de vernos y de sentirnos como somos, estamos pudiendo encontrar nuevos recursos que nos permitan afrontar las debilidades de una manera serena y constructiva. El hecho de permitirnos la vulnerabilidad nos hace humildes, tiernos, favorece la propia fortaleza y el encuentro con los demás.* Socióloga y terapeuta