LOS últimos atentados en París y Copenhague, cometidos por yihadistas terroristas contra policías, paseantes, periodistas de Charlie Hebdo, parroquianos de un supermercado de comida judía y asistentes a una sinagoga han generado un debate que nos lleva al pasado siglo: ¿Deben los judíos europeos emigrar a Israel? Benjamín Netanyahu, primer ministro hebreo, se ha dirigido a lo que queda de la en otro tiempo numerosa judería europea para que haga “aliyá” -emigración- a Israel, como hace setenta años hicieron los supervivientes del Holocausto. Por el contrario, el presidente de Francia, Francois Hollande, ha llamado a los judíos franceses, “hijos predilectos de la República”, para que permanezcan en el país. Desconozco el resultado de tan contradictorias convocatorias. Lo único que sé es que los cadáveres de los judíos parisinos, como anteriormente los de los muertos en atentados yihadistas en Toulouse, fueron de inmediato enviados a Israel para recibir sepultura en Tierra Santa.

Hay algo tremendamente bíblico en todo esto. “Se posó en mí la mano de Yahveh (...) y me soltó en medio del valle que estaba lleno de huesos (...) Y me dijo ¿pueden revivir estos huesos?. (...) pues esos huesos son toda la casa de Israel (...) he aquí que abriré vuestros sepulcros (...) tomaré a los hijos de Israel de entre las naciones adonde han ido, los recogeré de todas partes y los traeré a su propia tierra. Y haré de ellos una nación en la tierra” (La visión del valle de los huesos secos; Ezequiel, 37).

Israel cuenta con una población de seis millones de personas, aproximadamente el 45% de la judería mundial. No creo que el llamamiento a emigrar a Israel tenga que ver con la imperiosa necesidad de repoblar el Estado hebreo, diez millones de palestinos a su alrededor, trescientos cincuenta millones de árabes a su alrededor y mil quinientos millones de musulmanes a su alrededor. Sería un intento tan vano como el de vaciar con un balde las arenas del desierto. Más bien opino que Netanyahu persigue objetivos ideológicos y estratégicos de largo alcance.

Como ladrón en la noche El Israel actual apenas tiene que ver con el Estado sionista y campamental que los pioneros construyeron contra toda adversidad. Llegaron a Palestina como “ladrón en la noche. Y cuando digan ‘Paz y seguridad’ entonces de repente tendrán encima la ruina” (Pablo a los Tesalonicenses; 5,2). Pretendían salvar las vidas de un pueblo mediante la desposesión de otro, ese fue el comienzo. La declaración de independencia (mayo de 1948) fue precedida semanas antes por desalojos a sangre y fuego de las aldeas y pueblos palestinos que impedían la continuidad territorial del nuevo Estado. ¿Pudo ser de otra manera? Creo que no. El miedo de los judíos a quedarse sin un hogar nacional corre parejo a la ocupación de los territorios que garanticen su seguridad. Intimidación y ocupación son las dos caras de ese drama. Los palestinos fueron expulsados de las tierras donde habían permanecido viviendo más de ocho siglos y pasaron a formar otra diáspora causada por los que regresaban a la suya de hace mil ochocientos años. Tal conflicto territorial no tiene solución inmediata y, dada la historia y la geografía, dudo que la tenga. Por ese motivo, la legitimidad del Estado de Israel se está erosionando. Los bombardeos de Gaza, el trato dado a los prisioneros, alarman a la comunidad internacional y dejan indiferentes a la mayoría de los israelitas, cuyos cimientos liberales y democráticos se están desmoronando porque, so pretexto de su propia seguridad, cometen notorias atrocidades que se niegan a reconocer como tales. Un hallazgo eso de la maldad sin malhechores.

Claro que hay pacifistas en Israel. El histórico activista Yossi Sarid o el más conocido entre nosotros, el escritor Amos Oz, llevan décadas luchando por el entendimiento con los palestinos y lo han pagado con el ostracismo o el vilipendio de la gran mayoría de sus paisanos. El primer ministro Yizak Rabin pagó con su vida. Pero el problema es que los pacifistas no ofrecieron ni ofrecen a la nación una opción política madura. No atendieron al conflicto religioso: entre los propios judíos y con los árabes. No se percataron de que la colonización de Cisjordania, unos cuatrocientos mil colonos entre tierras palestinas, era un hecho consumado y aceptado por la mayoría de los israelitas, que lo consideran otro hito fundacional como la ocupación de 1948. Y, sobre todo, no dieron con la respuesta adecuada cuando los terroristas palestinos ponían bombas en los autobuses urbanos de Tel Aviv y otras ciudades o cuando lanzaban misiles, perdiendo así la confianza y el respeto de sus compatriotas.

El miedo es la cuestión “Cometí un gran error. Subestimé la importancia del miedo. El argumento de la derecha es el miedo. El miedo israelí a la extinción (como pueblo)”, declara Amos Oz al periodista Ari Shavit, autor de Mi Tierra Prometida (Editorial Debate), de reciente publicación en castellano, el libro más sincero y menos tendencioso que he leído sobre Israel.

El miedo existencial a la desaparición de Israel y de los judíos, ésa es la cuestión. Lo fue desde el principio. Sitúense en 1956, en el funeral de un joven oficial que patrullaba la frontera con Gaza. El entonces jefe del Estado Mayor del Tsahal, ejército de Israel, Moshe Dayan, se dirige a los condolientes: “Ayer, al alba, Roy fue asesinado. La calma de la mañana de primavera lo cegó y no vio a los que buscaban acabar con su vida escondidos detrás del surco. No culpemos el día de hoy a los asesinos. ¿Qué podemos decir en contra del terrible odio que nos tienen? Desde hace ocho años ya, han estado sentados en los campos de refugiados de Gaza y han observado cómo, ante sus propios ojos, hemos transformado su tierra y aldeas, donde ellos y sus antepasados habían morado antes, en nuestro hogar. No es entre los árabes de Gaza, sino entre nosotros mismos que debemos buscar la sangre de Roy. ¿Cómo cerramos los ojos y nos negamos a ver honestamente nuestro destino y a ver, con toda su brutalidad, el destino de nuestra generación? Hoy, evaluémonos a nosotros mismos. Somos una generación de asentamiento y sin el casco de acero y la boca del cañón no podremos plantar un árbol y construir una casa. No temamos ver honestamente el odio que consume y llena las vidas de cientos de árabes que viven a nuestro alrededor. No bajemos la mirada por temor a que nuestros brazos flaqueen. Esto es lo que elegimos: estar armados y listos, ser duros y severos; de otro modo la espada caerá de nuestras manos y nuestras vidas terminarán antes de tiempo”. Para subrayarlo, años más tarde, Dayan, bíblico a pesar de no ser creyente dijo: “La espada devorará por siempre”. Y así ha venido siendo.

La profecía imposible ¿Por siempre? El 12 de julio de 2006, la milicia Hezbolá, respaldada por Irán, aguantó al Ejército hebreo durante 33 días. Por primera vez en su historia, Israel no fue capaz de derrotar a un enemigo. La conmoción ante la derrota fue seguida por una intensa autocrítica como solo los judíos son capaces. La nación había perdido su identidad, decían. Sin solidaridad y sin fe en la propia causa, no merece la pena luchar, se reprochaban. Es inviable una Atenas que no contenga ni un ápice de Esparta, concluían. Y, así, “convertir las espadas en azadones” es una profecía de Isaías (2.4) que pareciera condenada a la imposibilidad. O quizás no. Israel es hoy día el país que dedica la mayor inversión mundial, 4,5% de su PIB, a Investigación y Desarrollo; cuando el promedio de la OCDE es del 2,4% y en Euskadi acabamos de alcanzar el 1%. El crecimiento anual promedio de los últimos años ha sido del 4%. La biotecnología, la tecnología médica, hacen de Israel el país con el mayor número de patentes de dispositivos médicos per capita de todo el mundo. Israel tiene más compañías cotizando en el Nasdaq que Canadá o Japón. Pero los veinte grupos comerciales que gobiernan la economía israelí también gobiernan los medios de comunicación y el discurso público y debilitan a un Estado ya de por sí muy limitado para atender al bien común. Quizás por eso Israel carece de una fuerza política con la voluntad necesaria para retirarse ordenadamente de los territorios ocupados y volver a las fronteras definidas tras la guerra de los Seis Días en 1967. El dramático dilema es si Israel terminará con la ocupación o la ocupación terminará con Israel. Si no se retira de Cisjordania, estará internacionalmente condenada; si se retira, podría suceder que los Hermanos Musulmanes, apoyados por Irán, instalen su gobierno y pongan en peligro la seguridad de Israel. Todo ello mientras Occidente se debilita, el fanatismo yihadista crece y la irrupción política de los fundamentalistas ultraortodoxos minan el apoyo entre los amigos internacionales que le quedan a Israel. El nuevo peligro es el caos árabe y la esperanza está en la capacidad de un rearme moral, progresista, cohesivo y fuerte de Israel.

Con el llamamiento a los judíos europeos para que emigren a Israel, Netanyahu pretende insuflar nuevos aires democráticos que inviertan la tendencia de la sociedad israelí, instalada en la desconfianza, la insolidaridad y el fervor religioso fanatizado. Su objetivo último es el regreso a la cohesión nacional, a la manera de los sionistas de primera hora que se dieron cuenta de que sin Estado no era posible la nación. Es dudoso que lo consiga pero, increíblemente para nosotros los europeos, es el único que tiene claramente definido ese objetivo. La refundación de Israel necesaria para el entendimiento con los palestinos pasa por la unidad política de todos los judíos, en Israel y en el mundo. Ezequiel profetizó: “Así ha dicho Adonay Yahveh: He aquí que voy a tomar la vara de José que está en manos de Efraím, así como las tribus de Israel, aliadas suyas, y la colocaré contra la vara de Judá; haré con ellas una sola vara, y formarán una sola cosa en mi mano”.