EN aquellos tiempos en los que la máxima preocupación era si quedábamos en Pozas o en el Casco Viejo, me hablaron de una chica, vasca de toda la vida, que se hacía pasar por madre soltera, aun teniendo pareja, para recibir ayudas. Todavía no estábamos sumidos en esta crisis sin fondo y a algunos la picaresca les hacía gracia. Si ponían bote para tomar unos zuritos, por qué no para mantener a la susodicha y su descendencia, debían pensar. Luego uno se pone a trabajar, se hipoteca y ya no le da tanto la risa cuando le cuentan que a menganito, nadie sabe cómo, le ha tocado un piso de protección oficial aunque veranea en Menorca y no se priva de esquiar. Con el paro acechando a la vuelta de la esquina, el mosqueo se ha generalizado. Vale que una vez entré en la casa de una mujer desahuciada y tenía un plasma de pared a pared y un mueble bar, y que más de una cuidadora se me ha ofrecido si le pagaba en negro porque con contrato perdía no sé qué prestación social. Pero también conocí a un parado que, al encontrar un trabajo temporal, fue a renunciar a la ayuda y le dijeron que mejor no, que luego era un follón volverla a solicitar. Pobre, pero honrado, insistió: “No me parece bien cobrarla porque ahora no la necesito”. Ojalá cundiera su ejemplo entre los injustos perceptores de la RGI y entre los políticos corruptos. Señor Maroto, investigue el fraude, sí, pero no se olvide de los autóctonos de traje y corbata.

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