ATENTOS: “quiero felicitar a los ciudadanos de Escocia, que ayer han decidido”. Con esas once primeras palabras, lo habría clavado. La cita es de Mariano Rajoy y, de no haber estado seguido del ya conocido discurso apocalíptico sobre los riesgos de la secesión, la virtud de la unidad y el absoluto desprecio de lo que significa el ejercicio soberano de decisión que se produjo el jueves en esa nación, casi hubiera hecho sospechar que lo ha entendido todo. Pero el presidente español no va a admitir una obviedad: que el proceso soberanista ha sido un éxito y la herencia que Alex Salmond deja en su retirada es una soberanía nacional consolidada.
A saber: ha propiciado un empoderamiento de las instituciones escocesas comprometido por Londres donde antes lo rechazaba. Más aún, el proceso ha provocado el compromiso de empoderamiento del resto de las naciones del Reino Unido mediante una mayor capacidad de decisión de todas ellas. No estaba en la agenda política británica pero hay un proceso de reforma del Estado británico anunciado por el primer ministro. Y ha dado a luz un procedimiento de legitimación mediante referéndum donde no existía legislación que lo autorizara, poniendo en evidencia que es la voluntad política y la calidad de la convicción democrática del jefe del gobierno -británico o español- y no el corsé legislativo vigente la que frena o impulsa el reconocimiento de una nación sin Estado.
Por todo ello, queda más en evidencia la actitud de quienes echaban pestes por el mero hecho de que el proceso de decisión se llevara a término. Las comparaciones del caso escocés con los procesos de reivindicación nacional que nos son más familiares no son exclusivas del nacionalismo vasco o catalán. Desde el español, Esteban González Pons (PP) dejó un par de perlas. Abogó por la expulsión inmediata de Escocia de la Unión Europea y por el boicot si elegía la independencia. Una amenaza estéril, toda vez que es improbable que un gobierno español vaya a provocar una postura común europea -en cualquier sentido- ante el reto de la ampliación interna cuando la historia le ha situado en el vagón de cola de las decisiones sobre política económica, social o exterior.
Pero Pons también mostró el fundamento atávico del nacionalismo español cuando separó el caso escocés del vasco y el catalán por el hecho de que estos últimos “forman parte de España desde que se fundó” (sic). Es la pretensión de convertir ese imaginario nacional español en la única lectura de las realidades nacionales del Estado lo que obstruye los procesos políticos que una mayoría social pretende en Euskadi y Catalunya. Es llamativo que las voces que se alinean con esa interpretación insistan tanto en el carácter identitario de la reivindicación nacional vasca o catalana por contraste con el pragmático debate escocés sobre gestión y servicios. En Escocia han sido el modelo social, su traslación a las políticas públicas y la conveniencia de implantar y gestionar uno propio mediante una estructura independiente los que han marcado la discusión. A ese escenario llega con su reconocimiento nacional resuelto. Escocia es una nación reconocida por la contraparte británica y no se cuestionan sus derechos inherentes, incluyendo el de libre decisión, porque la suya es una relación bilateral. Por eso, el gobierno británico propicia los mecanismos para que se practique ese derecho al ceder al Gobierno de Edimburgo la competencia legal de convocar el referéndum. No había una legalidad que la amparase, pero se ha creado porque no hay debate nacional identitario. Eso que desde el jacobinismo español se apunta en el debe de David Cameron como un error por haber permitido que la demanda nacional escocesa llegara hasta aquí, es en realidad un ejercicio de calidad democrática. Motivada, tampoco seamos ilusos, por su convicción de que la voluntad independentista de los escoceses era menor de la que se ha reflejado en las urnas, pero asumiendo el riesgo, llegado el caso, con responsabilidad democrática y no falseando las reglas del reconocimiento mutuo.
El debate no es la identidad nacional sino su negación. España niega la vasca y catalana y, en consecuencia, la posibilidad legal de legitimarse. Catalunya prepara una consulta legal de autodeterminación, con un proceso democrático e institucionalizado; no pretende tomar La Bastilla. El núcleo político español viste siglas diversas que coinciden en negar otras naciones diferentes de la española, lejos de la madurez democrática del debate escocés. La España concebida por sus cancerberos no atesora tanta calidad. Se les rompe entre los dedos la flor de porcelana por fina pero, sobre todo, por vieja. Por eso el statu quo vigente niega que un pueblo con identidad cultural, social, política y tradición jurídica propias merezca ser una nación. Con lo cerca de Euskadi que está Escocia, ¡qué lejos de España queda el Reino Unido!