LA pretensión del Gobierno que preside Mariano Rajoy de aprobar mañana jueves, por vía de urgencia y mediante una tramitación exprés, el Real Decreto de Medidas Urgentes para el Crecimiento, la Competitividad y la Eficiencia, que incluye nada menos que 47 actuaciones y afecta al menos a veinticuatro leyes, es una muestra más de la absoluta falta de respeto con que el PP, subido a su pedestal de la mayoría absoluta, considera al fundamento esencial de la democracia que son el debate y el contraste parlamentarios. No se puede entender de otro modo, y por ello es lógica la unánime negativa de la oposición a aceptarlo, el hecho de que se aprueben de golpe modificaciones de leyes tan relevantes como y entre otras la Ley del Estatuto de los Trabajadores (24 de marzo de 1995) o la que regula las empresas de trabajo temporal (1994), la del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas y de modificación parcial del Impuesto de Sociedades (2006) o la Ley de Empleo (2003) y la de creación de la Comisión Nacional de Mercados y Competencia y se presenten conjuntamente con otras como las que regulan el cine, la carrera militar o la ley del Registro Civil que, por cierto, privatiza el servicio y traslada curiosamente su gestión al gremio al que pertenece el presidente del gobierno, los registradores de la propiedad. Esta utilización del decreto ley de modo artero, convirtiéndolo en un totum revolotum que busca dificultar la comprensión de las modificaciones legislativas por la opinión pública, sortea en primer lugar mediante el rodillo de la mayoría absoluta el espíritu del art. 89.1 de la Carta Magna en lo referente a “la prioridad debida a los proyectos de ley (...) sin que impida el ejercicio de la iniciativa legislativa”, que según el art. 87 corresponde al Gobierno pero también al Congreso y al Senado. El Ejecutivo Rajoy malversa en realidad una figura legislativa, el decreto ley, que el texto constitucional, en su artículo 86.1, atribuye a casos “de extraordinaria y urgente necesidad”, lo que únicamente se daría por una estudiada indolencia para legislar del Ejecutivo con el fin de retrasar el arranque de la tramitación para, a través de esa argucia parlamentaria, evitar la posibilidad de que el Congreso ejerza la labor de “controlar la acción de gobierno” que la misma Constitución especifica en su artículo 66.2.