LA figura de Adolfo Suárez, el hombre que pilotó la transición de la larga dictadura franquista a la democracia en el Estado español y que falleció ayer a los 81 años después de más de una década de lucha contra la cruel enfermedad del Alzheimer, es una de esas escasas personalidades a las que el paso del tiempo ha rescatado y recompensado para poner en valor su contribución a una etapa histórica convulsa que, con sus luces y sus muchas sombras, le fue negada y hasta duramente combatida en sus inicios. Procedente de las estructuras más genuinamente franquistas -fue secretario general del Movimiento, gobernador civil y director general de RTVE-, Suárez fue elegido -evidentemente, a dedo- por el recién nombrado rey Juan Carlos de Borbón para hacerse cargo del Gobierno y lograr la cuadratura del círculo: pasar de la dictadura a la democracia sin ruptura, sin purgas, y con un espíritu que se denominó -como un buen eslogan de marketing- "de concordia" y que años después, y no solo por acción de Suárez, se ha demostrado cercano a una ley de punto final. Lo que nadie puede discutir del expresidente español son su talante moderado y respetuoso, su camaleónico talento para el cambio, su disposición al diálogo y la negociación, su tenacidad y su inagotable ambición. Desde Euskadi, es necesario también reconocerle a Adolfo Suárez al menos dos contribuciones cruciales: la dificultosa y peleadísima restitución de los Conciertos Económicos y la aprobación del Estatuto de Gernika en cuya negociación en la última fase se implicó directamente con el entonces lehendakari Carlos Garaikoetxea y que contenía la salvaguarda del respeto a los derechos históricos del pueblo vasco, todo ello en plena ofensiva violenta de ETA y con la oposición de muchos sectores de los poderes fácticos, principalmente dentro del Ejército. Durante su mandato, sin embargo, tuvieron también lugar múltiples vulneraciones de derechos y crímenes por parte de elementos de las Fuerzas de Seguridad o aledaños. Con todo, la muerte de Suárez debería ser, aunque sea de modo simbólico, el punto de inflexión que visibilice la necesidad imperiosa de abordar, casi 40 años después, una segunda transición que, con el mismo espíritu de diálogo, corrija los muchos errores y ofrezca a los ciudadanos y naciones del Estado un horizonte de libertad y bienestar en la Europa del siglo XXI.
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