EL previsible desarme de ETA que la Comisión Internacional de Verificación podría desvelar hoy, bien en forma de intención constatada suficientemente, de inicio en su compleja realización práctica o de descubrimiento de sus arsenales en todo o en parte; dará en todo caso respuesta, con distinto alcance en virtud de las formas empleadas, a la absolutamente mayoritaria exigencia de entrega de las armas que la sociedad vasca le ha planteado reiteradamente. Y aunque ETA pudiera optar por dilatar los tiempos, con un proceso más o menos extendido, cualquier decisión que suponga admitir esa exigencia será un avance en el proceso de paz, el principal desde que anunciara el fin de su actividad armada el 20 de octubre de 2011; un avance que, sin embargo y por otra parte, solo responderá a la lógica de aquel anuncio en cuanto a su unilateralidad: quien pone fin a la actividad armada no necesita de las herramientas con las que desgraciada y trágicamente la había venido practicando. En ese sentido, el desarme debe ser incondicional, simple consecuencia de la decisión que ETA tomó empujada por la sociedad vasca, y cualquier pretensión de supeditar el mismo a supuestas contraprestaciones supondría incidir en los continuos errores que, a lo largo de su dramática historia, han llevado a ETA a su derrota política y social. Lo que no supone obviar, en todo caso, que un proceso de esas características no tiene carácter inmediato, que únicamente han pasado dos años y cuatro meses desde la declaración de cese de la violencia y que, por ejemplo, el IRA realizó cuatro actos de desarme supervisados por la Comisión Internacional Independiente de Desarme (IICD) que lideraba John De Chastelain: el 23 de octubre de 2001, el 8 de abril de 2002, el 21 de octubre de 2003 y el 26 de septiembre de 2005; más de siete años después de los Acuerdos de Viernes Santo de 1998. De ese caracter incondicional, además, podría depender la respuesta del Estado, que ayer, en palabras del ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, se avino siquiera matizadamente -pese al inmovilismo que ha venido manteniendo el Gobierno Rajoy- a la comprobación efectiva del desarme por las Fuerzas de Seguridad, lo que debería mitigar las naturales desconfianzas que ETA ha sembrado durante cinco décadas y las resistencias a admitir como cierto el reconocimiento del daño causado, previo a su desaparición definitiva.