DEBO confesarles que me siento enormemente incómodo en el debate sobre crisis y recortes, cuando se sitúa en términos tan generales (y poco comprometidos) como Sanidad, Educación o Servicios Sociales, frente a cualesquiera otras materias olvidando, como bien sabe cualquier funcionario que trabaje en esas áreas, que también en ellas cabe la ineficiencia y el despilfarro. Creo que el verdadero debate útil, aunque no sé cuántos de nuestros políticos están capacitados para tomar parte en él, es el que contrapone la prestación sanitaria o educativa frente a alguna otra alternativa concreta y específica de gasto. Pero, fijadas de este modo las reglas del juego, que los outsiders irrelevantes no podemos modificar, llama poderosamente la atención que nadie haya incluido la Justicia entre sus líneas rojas.
En primer y destacado lugar, por la muy importante conexión del servicio judicial con el libre ejercicio de los más básicos derechos fundamentales de las personas. Pero también por la no menos evidente incidencia del buen o mal funcionamiento de la administración de Justicia en la competitividad de empresas y agentes económicos y en la dinámica general de la economía (hay más de uno que lo que precisa para no cerrar no es tanto que las entidades financieras agilicen el crédito, sino que se cobren más rápido y de manera más efectiva en vía judicial las deudas de terceros).
Puede que la omisión se deba a que se estime el servicio inmune a los recortes, lo que revelaría una ignorancia supina; a que se considere de menor relevancia que esos de los que todo el mundo habla, lo que constituye a nuestro juicio un grave error; o acaso a que se piense, desde una óptica derrotista, que ni con dinero ni sin él tienen remedio los males de la Justicia y que no estará, por más que le toque una parte proporcionalmente superior en el recorte, mucho peor de lo que ya está. Como no disparamos desde ninguna de estas perspectivas, permítase acercar a algunas cosas que no deben seguir pasando.
No puede negarse a nadie el acceso a la tutela judicial efectiva de sus derechos (art. 24 de la Constitución). La justicia gratuita para quienes no pueden hacer frente a sus costes es un derecho y, por consiguiente, es una obligación ineludible para los poderes públicos asumirlos en ese caso. Es público y notorio que el sistema -y lo han denunciado reiteradamente los abogados como destacados protagonistas- no funciona con la eficiencia necesaria y en un servicio ya de por si lento (necesariamente lento en algunos casos si no queremos renunciar a su naturaleza garantista) esto no puede repercutir sobre la tutela de quienes la precisen.
Si nos quejamos del limitado copago farmacéutico, habrá que hacerlo también en alguna medida sobre el ilimitado y más elevado copago judicial. Es evidente que no es lo mismo dispensar un medicamento que desarrollar todo un procedimiento en los tribunales, con todo lo que ello implica, pero las tasas judiciales impuestas por el gobierno de Rajoy impiden a muchos ciudadanos acceder a la Justicia, no ya solo por su importe, sino porque se imponen sin exigir necesariamente para ello abuso o mala fe, sin exigir que se acredite que se recurre, simplemente por recurrir.
Hace ya tiempo que se expresa como maldición aquella de que "pleitos tengas y los ganes". Si justicia lenta no es justicia, la inefectividad material de las resoluciones judiciales que tanto cuesta conseguir convierte en aún más lacerante la vulneración de los propios derechos y en una burla el servicio judicial en su conjunto. Es necesaria una reflexión profunda sobre la manera de agilizar las ejecuciones de sentencias y desincentivar la impunidad con la que se llaman algunos a andanas (incluida la Administración Pública). Cuando se reducen decreto tras decreto los plazos máximos en que los poderes públicos deben abonar sus facturas, ¿a nadie se le ocurre que haya algo que modificar respecto de la ejecución de resoluciones?
Por mucho que el menos indicado, por su particular estatus jurídico, Juan Carlos de Borbón haya ensalzado la igualdad de todos ante la Ley, (que ha quedado manifiestamente en evidencia en el caso de su ilustre hija), cualquier operador jurídico se enfrenta constantemente a privilegios procesales. Algunos son residuos de otras épocas y tienen un sentido muy cuestionable a estas alturas, y otros, como la posición singular de la Administración por su representación presunta del interés general, se ven prostituidos y cuestionados por el espurio uso que se hace de los mismos.
Metamos en el mismo saco la figura del indulto cuando se utiliza para conceder impunidad penal a funcionarios y responsables públicos, con la inevitable sospecha de consideraciones non sanctas como corolario de su concesión. Alguien tendrá que hacer algo para que a través de esta figura no se dejen sin el pertinente castigo conductas reprobables, ni se dé así (mal) ejemplo de justicia.
Hay figuras o situaciones judiciales como la de la imputación que surgen con vocación garantista de los derechos de las personas y que, sin embargo, en el mundo de la información instantánea y global han adquirido virtualidad de condena anticipada y mentís irrefutable de la presunción de inocencia. Esta sucediendo además, como consecuencia de instrucciones judiciales eternas, que el período en el que se encuentra uno en situación de imputado supera al de la eventual condena que pueda corresponder de verificarse los hechos y responsabilidad atribuidos. La institución garantista produce así un efecto totalmente contradictorio con el que la genera. ¿Qué tal si a todo esto le establecemos unos plazos máximos de tiempo?
No son estos sino unos ejemplos tan solo de aspectos en los que no debiéramos conformarnos con lo que hay en sede de administración de justicia. Seguro que a los profesionales del sector se les ocurren muchos más. Pero ni siquiera en época de crisis e insuficiencia (en gran medida irremediable) de recursos, nos enfrentamos a lo inevitable, que cada cual saque sus conclusiones.