LLEVABA semanas, más bien meses con un dolor en el costado, una molestia sorda que ya había sentido en inviernos y en primaveras anteriores. Un dolor que desaparecía cuando llegaba el calor, unas punzadas que ese año habían vuelto con especial virulencia. Decidí ir al médico y preguntar. Él, atento como siempre, dedicando todo el tiempo que el paciente merece, miró, remiró y volvió a mirar. Preguntó. Sí, el dolor siempre aparecía en el mismo sitio, a la altura de los pulmones. Sí, en ambos lados. Sí, siempre en invierno, y también en primavera. No, no tenía problemas para respirar, diría que incluso el aire entra mejor en mi cuerpo. Consultó, pensó y concluyó. Son branquias. ¿Branquias? Sé lo que son las branquias, es lo que les permite a los animales respirar en el agua. Sí, me explicó, es una de las consecuencias de estas primaveras e inviernos lluviosos que estamos viviendo, y cómo nuestra especie se está adaptando. Evolución de la especie, lo llamó.
Estamos en la segunda quincena de mayo, llevamos dos meses de primavera, y de momento lo que hemos tenido en estos meses y también en el pasado invierno ha sido nieve, frío y agua, mucha agua.
Vitoria, Donostia y Bilbao están año tras año entre las ciudades con más precipitación acumulada, y con menos horas de sol. El que día tras día, invierno tras invierno, primavera tras primavera al levantarnos solo veamos el gris del cielo y la lluvia calando la tierra -y así una generación tras otra- tiene mucho que ver con la forma de ser de quienes vivimos en el norte. Un tiempo que imprime carácter.
No son pocas las veces que les he pedido a mis compañeros de Eguraldia que se dejen de poner nubes, y que saquen los soles a pasear por el mapa del tiempo, a ver si surge el milagro. Eso o terminarán saliéndonos branquias, escamas y hasta cola de sirena. Adaptación al medio lo llaman.