DICEN que cuesta encontrar un puente más bello en París. También uno más largo. Desde el alambicado Pont Alexandre III, el visitante se asombra mire donde mire. Es la magia de las grandes capitales. Escoltado por sus majestuosos caballos alados, el horizonte garabatea Notre-Dame, la Torre Eiffel, La Concordia o los Campos Elíseos. Incluso si se mira hacia abajo no hace falta excesiva suerte para curiosear en uno de los típicos bateaux que surcan el Sena.
Ahí al lado, en el número 37 del Quai d'Orsay, se encuentra el Ministerio de Asuntos Exteriores galo. En ese sobrio edificio de tres plantas, en el Salón del Reloj, hoy hace 63 años que Robert Schuman, por entonces titular de la cartera, pronunció la declaración que se considera el germen de la actual Unión Europea. La efemérides obliga, qué menos, a un repaso del texto que proponía aquella Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), la primera institución supranacional del Viejo continente. Tal como resume la propia Comunidad Europea, los pioneros pensaron que la fusión de los intereses económicos contribuiría a aumentar el nivel de vida y constituiría el primer paso hacia una Europa más unida.
"Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho (...) La creación de esa potente unidad de producción, abierta a todos los países que deseen participar en ella, proporcionará a todos los países a los que agrupe los elementos fundamentales de la producción industrial en las mismas condiciones y sentará los cimientos reales de su unificación económica (...) Dicha producción se ofrecerá a todo el mundo sin distinción ni exclusión, para contribuir al aumento del nivel de vida y al progreso de las obras de paz. Europa podrá, con mayores medios, proseguir la realización de una de sus tareas esenciales: el desarrollo del continente africano. De este modo, se llevará a cabo la fusión de intereses indispensables para la creación de una comunidad económica y se introducirá el fermento de una comunidad más amplia y más profunda entre países que durante tanto tiempo se han enfrentado en divisiones sangrientas (...) La organización proyectada, al contrario que un cártel internacional tendente a la distribución y a la explotación de los mercados mediante prácticas restrictivas y el mantenimiento de grandes beneficios, garantizará la fusión de los mercados y la expansión de la producción".
Son extractos de aquella declaración leída casi a los pies del bello Pont Alexandre III solo cinco años después del final de la Segunda Guerra Mundial. Solidaridad, unidad o progreso destacan entre los términos subrayados al repasarla.
¿Qué queda de aquel espíritu en la Europa económica de hoy? La solidaridad ha dado paso a una clara posición dominante de los países poderosos de cada zona de influencia, que buscan intervenir en la dirección de la política económica, y específicamente monetaria, que se hace desde las instituciones pertinentes: FMI, bancos centrales, reservas federales... En el caso de la zona euro, los países del norte y centro, sobre todo Alemania, juegan a dos bandas con sus socios de unión monetaria, los del sur, tan molestos como necesarios.
En épocas de vacas gordas, cuando las inyecciones de liquidez eran habituales, estos países del sur no aprovecharon para levantar estructuras internas fuertes y eficientes que pudieran dibujar cuadros económicos sanos para afrontar estos convulsos momentos bajo parámetros de competitividad y saneamiento financiero. En vez de ir asentando esos campos fértiles, se utilizó toda esa época expansiva como una época sin fecha de caducidad. Se cogía todo lo que se ofrecía para hacer todo lo que se podía, que no es precisamente lo que se pensaba. Si es que se pensaba. Aquella ambición ha dejado paso -claramente en el caso de España- a la pasividad, a la inexistencia de una reflexión compartida sobre cómo reactivar de manera sólida, más allá de medidas coyunturales o ligeras, sus economías, que son -conviene no olvidarlo- parte de la de todos. Hasta cierto punto resulta comprensible el temor de los países del norte a este dame pan y dime tonto.
No es menos cierto que los principales acreedores, sobre todo los germanos, ponían a su disposición volúmenes ingentes de liquidez motivados por el momento de optimismo desmesurado y la consiguiente expectativa de ingresos financieros excelsos. La ecuación de oferta igual a demanda dice que ambos agentes han sido activos, luego culpables, del gran endeudamiento que estos vecinos sureños han adquirido y que hoy tiene en vilo a Alemania por la posibilidad de que un crac pueda llevar la infección a tan insigne país.
Con todo esto, nos encontramos desde hace ya un tiempo -que empieza a ser largo, eterno- con una unidad monetaria europea en entredicho por la necesidad de algunos estados en hacer algo para salir de esa falta de liquidez permanente. Suspiran por una autonomía plena para poder operar con su moneda y así escaparse de su vigilante acreedor. Esa no puede ser la solución. La unión monetaria llevó a Europa a ser una zona altamente estable, con una moneda fuerte que se ha visto afectada, no por una situación inherente a su función de divisa, sino a los efectos provocados por los diferentes gobernantes de cada estado miembro. Europa es y será la apuesta, la referencia. Y el reto.
Mientras que en Estados Unidos y Japón, por ejemplo, se han mantenido políticas agresivas de inyección de liquidez, buscando la expansión del sistema, haciendo gala de que a más crisis más ajuste en lo no necesario, y más inyección monetaria para combatir la enfermedad, en Europa las medidas en este sentido han sido un tanto dispares: inyección a cuentagotas y provocación de ajustes que pueden ser necesarios. Pero no simultanear las dos premisas anteriores puede conducir al colapso. No solo por la carencia de crecimiento, sino por la lenta corrección de lo tratado con el ajuste y unas tasas de paro elevadísimas. Escalofriantes.
Aquí vuelve a verse la huella alemana y el miedo a no haber aprendido de lo sucedido en los países más afectados. Tres argumentos. Uno: el miedo histórico germano a la inflación, por su ideario casi genético, la competitividad. Dos: la sensación de que ante las elecciones en Alemania nadie se atreve a destacar como necesario una apertura de grifo, por la concepción peyorativa y la escasa confianza que se tiene en los países afectados. Y tres: ante una previsible fase de inyección de liquidez, que se antoja ineludible, ante el temor de los acreedores a que el crac de estos puede estar cerca, ¿alguien se ha cuestionado cómo debe direccionarse este caudal de recursos para que no caiga en el agujero negro de ir a ninguna parte? ¿Cómo dirigirlo para que, al menos en parte, contribuya a la búsqueda de la estructuración a corto y largo plazo que permita asentar bases para crecer de manera ordenada? Y en este escenario, Euskadik zer bide hartu behar du?