HAY muchas definiciones de salud y, seguramente, una de las peores es la de la OMS ("la salud es el completo estado de bienestar físico, mental y social y no solo la ausencia de afecciones o enfermedades"). Porque ¿quién puede aplicarse a sí mismo esa definición de forma continuada? Y porque es probable que en esta definición esté el germen de la paradoja de que tengamos la mayor expectativa de vida y con mayor calidad de la historia y, sin embargo, la percepción acerca de nuestra salud sea mala.

La salud es el resultado final de un conjunto de determinantes que, en un momento dado, producen un estado concreto que permite el disfrute de la vida, aun con limitaciones e inconvenientes. La salud depende de nuestra alimentación, de las condiciones de vida de nuestra madre durante la gestación y los dos primeros años de vida; de la educación, la nuestra y la de nuestros padres -especialmente la de la madre-, de las condiciones de la vivienda, de tener un trabajo digno, de las posibilidades de participación en la sociedad y en la política? Todo esto se complementa con el suministro de agua limpia y de una justa distribución de la riqueza.

Reclamar el derecho a la salud no puede ser pedir que nadie padezca diabetes ni una gripe, es exigir a los poderes públicos las condiciones que faciliten la mayor cantidad y calidad de vida y la mayor salud posibles a la mayor cantidad de personas posible. Esto supone exigir que los gobiernos realicen políticas de salud pública (agua, saneamiento, vacunaciones esenciales, campañas educativas...), pero sobre todo que impongan el estudio del impacto en salud de todas las actividades, de la misma forma que se exige el estudio de impacto ambiental.

Los servicios sanitarios son también un determinante de la salud, pero demasiadas veces se tiende a confundir salud con atención médica y lo cierto es que los servicios de salud son casi unos recién llegados a la constelación de los determinantes de la salud y su acción no debe, ni puede, suplir el deterioro de los más básicos, como la renta o la educación por ejemplo. Porque, como dijo Sir Michel Mormont, "la causa de las enfermedades transmitidas por el agua no es la falta de antibióticos, sino la suciedad del agua y las fuerzas políticas, sociales y económicas que no logran proporcionar agua limpia a todos; la causa de las cardiopatías no es la carencia de unidades de atención coronaria, sino el modo de vida de la población, que está configurado por el entorno en que vive; la obesidad no es culpa de un vicio personal, sino de la excesiva disponibilidad de alimentos ricos en grasas y azúcares".

La importancia de los determinantes sociales de la salud se demuestra muy bien en las épocas de crisis. En un reciente artículo publicado en The Lancet ("Financial crisis, austerity, and health in Europe") se dice que "la interacción entre la austeridad fiscal en las crisis económicas y unas débiles políticas de protección social agudizan las crisis sanitarias y sociales en Europa". El artículo compara el deterioro de la salud en países como Grecia, España, Italia y Portugal por las políticas de austeridad, con la inexistencia de ese deterioro en Islandia que optó por otra salida. También llega a comparar la opacidad de las autoridades europeas para reconocer estos datos con la de la industria del tabaco a la hora de reconocer los daños que provoca su producto.

También en los años 90, tras la caída del muro, la crisis en Rusia, con privatizaciones, paro, nulas políticas sociales, etc., llevó a un retroceso importante en la expectativa de vida como demostración del deterioro de la salud de la población y, sin embargo, en esos mismos años, Finlandia, con una crisis financiera importante, llevó adelante otras políticas con más inversión social y no se produjo deterioro de la salud poblacional.

Otro aspecto a tener en cuenta en las crisis es la desigualdad. Hay estudios que muestran que la polarización de las rentas conduce a importantes problemas tanto sociales como sicológicos, desde la obesidad a la delincuencia pasando por la mortalidad infantil, las adicciones al juego y a las drogas, enfermedades mentales y esperanza de vida. En estos años el Índice Gini, que mide la desigualdad, ha aumentado en España más de dos puntos, cuatro si contamos desde 2004, todo ello como fruto de las políticas fiscales escasamente progresivas y de los recortes sociales.

Todo esto demuestra que no es la crisis la que deteriora la salud, incrementa los suicidios, aumenta la mortalidad cardiovascular y acrecienta las infecciones, sino las políticas de austeridad que imponen la UE, FMI y BCE, y que los gobiernos aplican incluso en contra de sus propios programas (los que lo hacen). Es precisamente en las crisis cuando más hay que invertir en esos determinantes básicos para la salud, como la educación y el resto de políticas sociales, no cayendo en la tentación de privatizar servicios básicos como suministro y depuración de agua y servicios de salud, porque la experiencia es que son pan para hoy y hambre para mañana y porque, a la larga, estos servicios se deterioran y perjudican a los ciudadanos, que terminan recibiendo un servicio peor y más caro.

Nuestro Servicio Nacional de Salud es mejorable. El crecimiento del presupuesto sanitario de los últimos años, por impulso de la burbuja inmobiliaria, no es sostenible a largo plazo; pero la solución no está ni en los recortes o copagos ni en la privatización. Se hace imprescindible un diálogo social para "desinvertir" en lo innecesario o directamente despilfarrador, que lo hay y mucho, y para priorizar acciones con criterios sanitarios y no económicos. Hay alternativas y están sobre la mesa, pero no parece que nuestros gobiernos estén por la labor de escuchar a los profesionales de la salud, sino que se mantienen tercos en entregar "la oportunidad de negocio" al beneficio privado. Como he dicho antes, pan para hoy y hambre para mañana. Que vean la carga que va a suponer a los madrileños los hospitales de gestión privada año a año hasta dentro de treinta años.