ESTAS reflexiones que siguen vienen motivadas por dos circunstancias extraordinarias ocurridas en el mes de febrero: la renuncia del Papa Benedicto XVI y la cínica discusión parlamentaria del estado de la nación tras los escándalos reventados como minas de relojería en el seno de los partidos políticos mayoritarios y minoritarios.
Subirse al tigre del poder, del partido, de la institución o del puesto de trabajo adquirido ha sido la aspiración de generaciones ahora perdedoras del desarrollo tecnológico y sufridoras de la crisis económica. Y ante tal fenómeno generalizado, lo único que cabe hacer es, como se dice en la expresión budista, seguir cabalgando el tigre con honestidad hasta que te sepas bajar de la engañosa seguridad adquirida o te descabalguen por medio de una reestructuración estatal, autonómica, municipal o empresarial. Hay muchas formas y maneras de subirse al tigre y hay variadas razones para engañarse en permanecer en él. Veamos algunos ejemplos.
En los cuadros de la política hay muchos miembros que en su juventud, empujados por un ideal, se enrolaron en un partido en el que, escalón por escalón, han ido ascendiendo hasta los puestos de responsabilidad social que ahora ejercen. No han sabido hacer otra cosa que servirse del partido político para asentarse en la vida, social y económicamente. Ahora manipulan el espejismo de que los partidos políticos siguen siendo necesarios para el desarrollo de la vida social, pero ni quieren perder su protagonismo ni saben hacer evolucionar a las estructuras anquilosadas de los partidos, a las que ellos mismos encuentran desfasadas.
Están metidos en una maquinaria en movimiento de la que no saben ni pueden saltar fuera. Se ven acorralados entre los rodamientos que, en su movimiento natural, pueden estrujarlos y escupirlos si no son cumplidores del organigrama que ellos mismos esbozaron. Están atrapados en el poder. Subieron al tigre en el momento de ilusión juvenil, cuando creyeron que en el partido político podrían regenerar la sociedad, y ahora que la vida social desecha esos formulismos anquilosados no saben reformar los mismos partidos. Y esto porque ellos mismos no sabrían encontrar un trabajo fuera del partido porque siempre han vivido en él y de él.
Hay otras formas ladinas de capear el temporal pero permaneciendo subidos al tigre como el proponer futuras leyes de transparencia o prometer reformar la Constitución. Todo menos bajarse del tigre.
Existen miembros jerárquicos eclesiásticos que saben conjugar una crítica dura, mordaz y despiadada contra las instituciones jerárquicas de su Iglesia con un cumplimiento fiel de sus funciones religiosas. Son vivos escrutadores de la realidad social de los cristianos y, a la vez, se muestran descreídos del papel que la Iglesia como institución puede realizar en el mundo de hoy. Más aún, hay jerarcas que en sus conversaciones privadas dudan del papel que juegan las religiones en la sociedad actual, se muestran descreídos aún de la figura de Cristo y aún dudan de la existencia de Dios. Sin embargo están subidos a lomos del tigre jerárquico.
Si se les pregunta por el lugar que ocupan en la Iglesia, a veces afirman que es necesario ocupar puestos de responsabilidad para hacer evolucionar a la propia jerarquía, mientras que otras veces están indecisos ante la obligación de sinceridad y la necesidad de bajarse del tigre jerárquico que ejercen.
Repetidas veces afirman no saber qué podrían hacer si dieran el paso de salirse de la jerarquía. Se subieron en pasos costosos al tigre de la jerarquía y se sienten incómodos en el puesto de poder que ahora ocupan. El ejemplo de la renuncia papal de Benedicto XVI no les convence porque esta forma suave y cómoda de bajarse del tigre fue decidida personalmente al señalar el día, la hora, el destino y la forma de aterrizaje de ese desembarco. No todos los clérigos que quisieran bajarse del tigre tienen tanto control del poder como para asemejarse al Papa.
Un tercer ejemplo del subirse al tigre lo encontramos en miembros de clase media que en un momento de euforia laboral y de alto sueldo se embarcaron en el pavoneo de vacaciones estivales en tierras lejanas, en la renovación de un instrumento de prestigio social como el coche de marca, o en la compra de un piso propio (o más) en una zona residencial. Pero cuando la empresa en la que trabajaban como mandos intermedios o como grupo dirigente hizo quiebra, se les aplicó mediante un ERE el despido procedente o improcedente y se vieron en pocos meses abocados al paro primero y, poco más tarde, a una regresión social, acosados por un crédito que no pudieron amortizar.
Se habían subido al tigre del desarrollismo y no pudieron bajarse del proyecto neoliberal y han quedado reducidos a una vida cercana a la pobreza.
Por otra parte, muchos encontraron en el funcionariado su propio ascenso al tigre. Creyeron que el ser funcionario era un trabajo cómodo, seguro, de difícil acceso pero de permanencia vital. Muchos subieron a ser funcionarios sin tener verdadera vocación de servicio. Pero la revolución tecnológica e informática y la crisis económica han hecho descender del tigre a muchos miles de funcionarios.
Otros ejemplos de subirse al tigre se han dado en el grupo social que vivía de la promoción y desarrollo cultural ya fuera en la docencia, ya en la creación. En la anterior generación, por ejemplo, se pensaba que trabajar en la universidad era un marchamo de prestigio social y de ascenso económico y aún político, y con estos un seguro de vida acomodada. Pero ha habido que recortar los números inflados de profesores o docentes por los cambios de enseñanza superior y porque muchos profesores universitarios buscaron con el pretexto de la investigación la permanencia en su estado profesoral, rechazando teórica y, sobre todo, prácticamente la docencia en las aulas y la renovación de métodos.
Igualmente se podrían señalar ejemplos parecidos de subirse al tigre en momentos de euforia en los miembros de la monarquía y la nobleza, en los sindicatos y, sobre todo, en la banca.
El poder económico, social, estamental o de seguridad laboral es lo más parecido a un tigre de largos y afilados colmillos al igual que de enormes y peligrosas garras. El que va montado sobre los lomos de la ficticia bestia siente y disfruta el ejercicio del poder, de su cargo, del estamento o de la seguridad. Todos pueden verlo, incluso aplaudirlo o admirarlo, pero nadie puede acercársele y menos tocarlo, a menos que quiera correr los riesgos mortales de su osadía.
El poder y la seguridad embriagan y marean hasta al más inteligente y dotado. A otros, a los débiles, realmente los enloquece. El subirse al tigre del poder puede implicar algún que otro riesgo, pero nunca será tan peligroso como su descenso involuntario o forzado.
Nadie escapa a las consecuencias de la recesión. No obstante es cierto que los residuos dejados por las garras y los colmillos del tigre sobre el que se ha montado, provocan traumatismos en los descabalgados del estamento o de la posición.
En este momento histórico de una crisis no superada, más de la tercera parte de la sociedad o no ha llegado nunca a subirse al tigre o ha sido descabalgada brutalmente del mismo. Sin embargo, la mayor parte de los dirigentes políticos, clericales, bancarios, sindicales o docentes que se subieron al tigre del poder no tienen intención de bajarse del mismo, sino que esperan capear el temporal y que, tras la crisis, todo siga igual que antes, con ellos en sus mismos puestos.