UN proyecto impulsado por el Museo del Holocausto de Estados Unidos, en Washington, y dirigido por los investigadores Geoffrey Megargee y Martin Dean ha permitido completar, tras un exhaustivo trabajo de trece años, uno de los elementos de este terrible y espeluznante mosaico que entraña la geografía del Holocausto, dando como resultado la cifra de 42.500 centros en los que se cercenaron las libertades y derechos humanos con total impunidad. Hasta la fecha la cifra que se manejaba era de unos 7.000. Esta enorme cifra viene a ser el fruto de un laborioso trabajo de compilación. Algunos de tales centros eran campos de exterminio, en el marco de la llamada solución final, Auschwitz, Sobibor, Bergen Belsen; otros eran pequeños centros de internamiento o guetos como el de Varsovia, con más de 500.000 judíos, y se incluyen campos de prisioneros y trabajo en donde tampoco las condiciones de vidas fueron buenas (sobre todo, para los prisioneros soviéticos, muriendo tres millones).

Desglosados los números, establecen la existencia de 30.000 campos de trabajos forzados, 1.150 guetos judíos, 980 campos de concentración, 1.000 campos de prisioneros de guerra y 500 burdeles, integrados por esclavas sexuales, lo que nos explica el porqué de la enormidad de los crímenes y asesinatos perpetrados durante la guerra. Todo ello desvelado en cifras nos ofrece un cómputo global de entre 15 o 20 millones de seres humanos, aproximadamente, que pasaron o perecieron por cualquiera de estos centros bajo la tutela de la Alemania nazi. Pero las cifras hay que valorarlas en perspectiva.

Hubo centros que han capitalizado tanto la memoria como el horror sufrido (el ejemplo de Auschwitz, símbolo del horror), y otros que tuvieron una corta existencia o fueron muy pequeños, no más de doce trabajadores forzados. Pero, aún con todo, sin minimizar estos hechos, el impacto del descubrimiento de tal cantidad de lugares en los que se vulneró sistemáticamente la dignidad humana es, sinceramente, escalofriante. Gracias a este laborioso empeño, los últimos supervivientes de este infierno podrán reclamar las oportunas indemnizaciones, ya que muchas aseguradoras se negaban a admitir algunas demandas, por no haber oído el nombre de tales lugares (no todos fueron víctimas en Auschwitz, aunque fuera el mayor de todos ellos). Pero existieron. Fueron miles. Y aunque hubiesen sido la mitad o muchos menos, los números no pueden hacernos olvidar la dimensión y drama que se vivió en Europa en los años 40. Porque la reflexión sigue ahí de un modo permanente ante nosotros y viene en dos líneas bien dirigidas. La primera de ellas, la inhumanidad de la ideología del nazismo. La segunda, la propia inhumanidad en tiempos de guerra, ya que el Tercer Reich contó con muchos colaboradores de otros países para llevar a cabo estos crímenes.

Una parte de toda esta maquinaria homicida vino dada por las primeras prácticas del nazismo en Alemania con la eutanasia de aquellos indeseables, lastres de la sociedad, según ellos, que bajo el paraguas de la eugenesia aspiraba a eliminar a las personas con alguna deficiencia o tara. Ese fue el primer estadio, la eliminación de unas 30.000 personas que consideraban un lastre para la economía alemana. En paralelo, se empezaron a construir los primeros campos de concentración en los que se buscaba internar a quienes eran enemigos políticos del Reich y reeducarlos o ya excluirlos de la sociedad tildándolos de enemigos del Estado (personas tan dispares como homosexuales, alcohólicos, comunistas o militantes de izquierdas, pacifistas, testigos de Jehová, delincuentes comunes...).

Pero en un segundo estadio, la guerra hizo que el proceso de depuración social tuviera un signo más macabro y voraz, el exterminio de poblaciones enteras o ya el sometimiento a trabajos forzados como mano de obra esclava de millones de seres humanos, incidiendo, sobre todo, en su obsesión, en la aniquilación del pueblo judío. Es ahí cuando esta topografía se fue ensanchando a medida en que la Wehrmacht derrotaba por las armas a países enteros y los engullía posteriormente la maquinaria de ocupación. Pero lo que muchos alemanes no fueron capaces de ver ni valorar fue su complicidad indirecta con tales hechos, la atroz perversión de la realidad y el maltrato sistemático de millones de personas inocentes (otros sí fueron conscientes de lo que eso suponía para el pueblo alemán, como los hermanos Scholl).

La ocupación, principalmente, de Polonia y una parte sustancial de la Rusia blanca supuso esta escalada sin igual de la violencia porque tanto los judíos polacos y soviéticos, como las poblaciones eslavas, en general, fueron salvajemente maltratadas. Así, millones de judíos fueron conducidos como ganado a los campos de la muerte en convoyes de trenes, seleccionados nada más llegar entre los válidos y los no válidos, y aquellos que entraban dentro de esta segunda categoría aniquilados, en muchos casos, con el famoso Ciklón B, como si fuesen una enfermedad que hubiese que purgar, y utilizados sus restos, macabramente, para satisfacer la maquinaria de guerra germana. Toda esta memoria nos sacude cada vez que sale a la luz porque nos recorre un escalofrío por lo que fue y significó aquella Europa de Hitler. Es imposible imaginar qué demonios hubiese ocurrido de haber conseguido sus fines, pero lo que sí tenemos claro es que no podemos consentir que jamás pueda suceder nada parecido.

Por ello debemos rememorarlo. Por desgracia, el peor enemigo del ser humano no es el olvido, sino la ignorancia, la incapacidad que tenemos de cobrar una auténtica consciencia del horror que podemos desencadenar con una guerra o con el aliento de actitudes de odio o desprecio social. Por eso, repensar el siglo XX ha de convertirse no en una obsesión sino en una obligación que nos impida recaer en tales errores, e impedir así que esto pueda volver a darse en otro lugar, sociedad o tiempo.