HOY, al consultar la prensa escrita, revistas y otro tipo de documentación de finales de los años 70, se evidencia el terrible legado que nos dejó el franquismo tras cuarenta años de dictadura. La situación agónica en que dejó a las ciudades vascas, sobre todo, a aquellas más industrializadas, afectadas sobremanera por una gran crisis económica que golpeó extraordinariamente a la industria ubicada en el Gran Bilbao. Es entonces cuando se constata que de haber existido una verdadera política científica, es decir, el registro de un gran número de patentes propias, el haber tenido suficientes instituciones de ensayo e investigación, una universidad con cuantiosas inversiones en investigación… Entonces, probablemente, estaríamos hablando de otra historia. Pero ¿en qué situación se hallaba la investigación, auténtico motor de desarrollo de un país? O, lo que es lo mismo, ¿qué herencia científica dejó la dictadura de Franco?

En el año 1979, el profesor Juan Pablo Fusi sostenía ante la prensa de Bilbao que "los problemas de hoy son los propios de una sociedad moderna, los mismos a los que se enfrentan las sociedades occidentales más avanzadas". Pero lo que aquella realidad constataba no era sino consecuencia de la política desarrollada durante años por la administración franquista, es decir, aquella que sustentó importar los avances tecnológicos que llegaban de fuera y que todo aquello que fuera novedoso tal y como venía se admitía sin discusión. Son años en los que se suscitaba la falsa convicción de que los problemas se solventarían por la simple aplicación sistemática de los formalismos más modernos, un utilitarismo que estaba mediatizado por la burocracia y por las empresas extranjeras ya que se importaban tecnologías que en sus países de origen ya estaban superadas, cuando no desfasadas, y no existía una conciencia científica de estrategia rigurosa.

Los años del desarrollismo económico fueron compendiados por las autoridades franquistas como los años de una segunda revolución industrial, pero más extensa e intensa que la anterior y que supuestamente se sustentaría en el progreso técnico y científico. Al parecer, trataron de fomentar desde las instituciones una innovadora política científica a través de la intensificación de la investigación y de la enseñanza. Y se sostendrían una serie de premisas científicas, como que había que difundir la inquietud por la ciencia, la curiosidad por sus éxitos, por todos los medios posibles -prensa, radio, TV…- para suscitar un interés general por estas cuestiones. A esta faceta informativa sería preciso aunar la de generar un ambiente propicio para luchar contra el analfabetismo científico existente. Los planes de desarrollismo económico, tan cacareados por el régimen franquista, a pesar de sostener la necesidad de promover técnicas y sistemas propios para liberarse de las patentes y procedimientos extranjeros no adecuados y que inundaban el mercado nacional, fueron, no obstante, incumplidos sistemáticamente. También se pretendió dotar de una mayor importancia a la rápida difusión y aprovechamiento de la información técnica y científica que se suscitaba en las naciones más adelantadas, fomentando la colaboración e intercambio con los centros de investigación internacional. Pero todos estos supuestos ¿fueron tales o más bien estaríamos hablando de ciencia… ficción?

Según sostenían reputados científicos como Rafael Leoz -ideas que nunca fueron respetadas en la praxis por el régimen-, investigar era mejorar, aunque no fueran esos avances cordialmente aceptados por la sociedad ni por la administración. La vocación investigadora suponía ser aquella que tendría la mentalidad de tratar de resolver, valientemente y sin prejuicios, opuesta a la mentalidad de quienes preferían dejar las cosas tal y como estaban. Los datos que aparecían en la propia prensa daban idea de la verdadera situación en el mundo de la investigación, contradiciendo los supuestos sustentados por los dirigentes franquistas: de 10.868 patentes registradas en 1975 -cuando Franco aún no había muerto-, 9.064 pertenecían a firmas extranjeras.

Baste recordar que el proceso de desarrollo industrial de los años 60 se debió fundamentalmente a las inversiones extranjeras, lo que no hizo sino perpetuar una dependencia económica. Lo que evidenciaba que ni la administración pública ni la iniciativa privada habían realizado esfuerzo alguno en crear una tecnología propia para reducir aquella dependencia del exterior, ya que se tenía que importar prácticamente toda la tecnología. La investigación industrial, por ejemplo, era muy pobre y estaba desfasada por los bajos recursos dedicados a la investigación y la no adecuación de los mismos a las necesidades de la industria del país.

Una vez sostenidas algunas de estas premisas, cada vez que los dirigentes franquistas hablaban de España como un país desarrollado, era cuando se constataba que todo cuanto se sustentó fue una gran falacia, porque un país que no contaba con tecnología propia, que le garantizase una independencia económica, era un país subdesarrollado. Solo había que comparar las cifras de inversión españolas en investigación con las de otros países europeos y es que estas eran tachadas por la propia prensa de la época de ínfimamente ridículas. Los datos oficiales lo avalaban, cuando ni el 0,1% del PIB vizcaino se invertía en investigación. La administración central olvidó que el auténtico potencial de un país debía apoyarse no solo en el capital y en el trabajo sino sobre todo en la investigación.

Aparte de la Universidad y su departamento de investigación, en Bizkaia solo existían tres centros de investigación, los Laboratorios Torrontegui, el Grupo Arteche, y la Asociación de Investigación de la Industria Gráfica. Otro de los síntomas de ignorancia e incluso de estupidez de aquel régimen y -por qué no decirlo- de aquella sociedad, estaba en que el presupuesto de un equipo de fútbol, el Athletic, fuera muy superior a lo que se destinaba a investigación en la universidad. Lo cual lo decía todo. La situación era aún peor en el Estado español, ya que este dedicaba a investigación, en su conjunto, en niveles rigurosamente africanos. Según la OCDE, la frontera que dividía a un país desarrollado de otro que no lo era, estaba constituida por el 1% del Producto Nacional Bruto destinado a investigación. La gran empresa, durante todo el franquismo, fue un ejemplo de contribución a que este fuera un país subdesarrollado dado que, en contadas ocasiones, invirtió en investigación, y es que lo consideraron en todo momento como un gasto inútil creyendo que importar tecnología de Europa o América resultaba más barato. Era evidente la nula sensibilidad de aquellos empresarios hacia estos temas. El empresario, debido a su ignorancia, si no veía un beneficio inmediato no comprendía la necesidad de invertir.

La situación con la que se toparon los nuevos dirigentes, tras el franquismo, no fue nada fácil. En 1978, cuando se estaban produciendo en la sociedad vasca algunos de sus más trascendentales cambios, el histórico militante socialista Ramón Rubial, presidente del Consejo General Vasco, se mostraba públicamente muy contrariado por verse inmiscuido en una política de hechos consumados por la que las fuertes deudas contraídas durante el franquismo se tendrían que amortizar en los siguientes años, imposibilitando cualquier tipo de gestión eficaz.

Hubo otros políticos, como el nacionalista Xabier Arzalluz, que hicieron también público su escepticismo por cuanto la investigación oficial existente se había desligado de las necesidades de la sociedad, haciéndose rutinaria y burocratizada. Defendió Arzalluz el Concierto Económico ya que consideraban desde su partido que este devolvería la capacidad de autoadministración como herramienta indispensable para sacar al País Vasco de la penuria económica en que se encontraba, así como que serviría de apoyo tanto a la política de reconversión como a la de investigación. Todo ello bajo un clima terrible, sin inversión ni ahorro, porque no había ni siquiera confianza en el futuro.

Frente a la extendida ya no creencia sino constatación de que el País Vasco caía en barrena en lo socioeconómico, al pasar de ser una zona próspera a ser una zona saturada de industrias obsoletas, foco de contaminación y de crisis permanente, se planteó como posible salida -ante la inexistente herencia científica franquista- la creación de nuevas entidades, (como el Instituto Vasco de Estudios e Investigación, que sirvió con sus estudios macroeconómicos para que los empresarios tuvieran datos fiables en los que basar sus decisiones y dio cauce y apoyo a los centros de investigación tecnológica, incorporándose a la universidad e integrando esfuerzos). El País Vasco estaba necesitado de soluciones urgentes. Aquellos políticos vascos, al revés que los franquistas, fueron en todo momento conscientes de la necesidad de ofrecer a los científicos toda clase de medios para que estos pudieran realizar su extraordinaria labor con total eficacia.