El genial Xabier Arzalluz dijo en su día una gran verdad en el diario progresista El País. Manifestó en una entrevista que si en las elecciones autonómicas vascas únicamente emitiesen su voto aquellos nacidos en Euskal Herria, el nacionalismo vasco ganaría de calle. Ante las palabras del señor Arzalluz, los españoles se echaron las manos a la cabeza, ante lo que simplemente pretendía ser la plasmación de un dato objetivo. Hoy, conforme pasan los años, asistimos a la asimilación casi total en términos sufragísticos de los hijos y nietos de esos que emigraron de otras partes del Estado a nuestro territorio en busca de un mejor futuro. Es el fracaso de la dictadura de Franco.
Tras 40 años en el poder del dictador gallego, en las elecciones de 1977, a la muerte de este, se repitieron los resultados en términos porcentuales de los nacionalistas vascos de 1936, antes de la llegada al poder del Caudillo. La dictadura que implantó Franco y la masiva inmigración que conllevó no cambió la voluntad societaria. Esa es la magia, la xarma del nacionalismo vasco: va más allá de las personas.
Hace unos días, en el diario La Vanguardia se referían de igual manera al voto clave de la inmigración de los sesenta, de modo y manera que el debate independentista se ha metido en las casas, en familias de padres andaluces e hijos catalanes. Pues en nuestro país sucede otro tanto. No hay más que asistir al despertar de Araba, donde el nacionalismo vasco empieza a ganar batallas, por mor de la gente joven, sea cual fuere el origen de sus progenitores, pues son tan alaveses como los vitorianos de toda la vida.
El futuro de Euskal Herria le pertenece a la gente joven, y esta, por mucho que les duela en Madrid, está por soltar amarras con el Estado español.