EL dictamen del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, que ha catalogado la matanza producida en el bosque de la localidad de Katyn, en 1940, por parte de la Unión Soviética (Rusia es actualmente su heredera legal) como crimen de guerra, nos revela lo difícil que es cicatrizar ciertas cuestiones del pasado. En Katyn fueron asesinados por el NKVD (policía política soviética) más de 22.000 oficiales, empresarios e intelectuales. El fin de este crimen era eliminar a la élite polaca con el fin de acabar con toda posibilidad de construir una oposición política eficaz. El objetivo era incorporar esta parte de Polonia, dividida en un pacto secreto con la Alemania nazi, recuperando de este modo las viejas fronteras del imperio zarista (pues también se incorporaron los países bálticos y se inició una guerra contra Finlandia). La Segunda Guerra Mundial tomó una deriva inesperada para Stalin y sus objetivos restauradores, convencido de que Hitler nunca se atrevería a lanzarse a una guerra de agresión sin previo aviso.
Tras el inicio de la operación Barbarroja (22 de junio de 1941) y la ocupación de los territorios cedidos a Polonia, las autoridades alemanas descubrieron en 1943 las fosas gracias a los polacos del lugar. Este suceso fue aprovechado por Goebbels para publicitar los crímenes comunistas (aún cuando los nazis eran los menos adecuados para hacerlo). La Cruz Roja corroboró los crímenes y se pudo fechar, gracias a las cartas y munición empleada, el asesinato colectivo unos meses antes de la llegada de las tropas de la Wehrmacht.
Ahora bien, el final de la guerra situó los crímenes del nazismo, el Holocausto, en un lugar privilegiado durante el juicio de Nuremberg. Y aunque los soviéticos aprovecharon este contexto para intentar inculpar a los nazis y exonerarse ellos mismos, no hubo pruebas concluyentes. Y, por si acaso, no se insistió. Katyn quedó como un crimen no resuelto aunque era sabido quiénes eran los responsables. Hubo que esperar a 1989, con la Perestroika, para que se reconociese oficialmente la responsabilidad de dicho crimen, aunque fuera un secreto a voces. El gesto del entonces secretario general de la URSS, Mijail Gorbachov, permitió abordar un tema que ha tensado y enturbiado las relaciones entre las autoridades polacas y rusas desde entonces.
La Fiscalía rusa abrió diligencias en 2004 pero cerró el caso porque sus responsables ya habían fallecido. No sería hasta noviembre de 2010 cuando el parlamento ruso dio un paso más al reconocer la culpabilidad de lo sucedido y pedir disculpas a los familiares de las víctimas. Pero aunque el ministro de Exteriores polaco ha aceptado estos gestos como válidos para reconciliar a ambos países, el diario Dziennik Gazeta Prawna expresó con ironía que Rusia podía dormir tranquila y no hace falta señalar que las sociedades viven entrampadas en partes del pasado. La memoria de ciertos capítulos de la historia se sitúa como marca de un trauma colectivo y moral. Pero, ¿hasta cuándo han de permanecer activas? ¿Hasta cuándo la sociedad víctima ha de reprobar a la sociedad culpable de lo sucedido? ¿De qué modo se ha de vivir de forma permanente con este recuerdo? ¿Son los hijos herederos de la memoria de sus padres? ¿Hasta cuándo y dónde es lícito responsabilizar y culpabilizar?
Este debate suscita una cuestión de la que no podemos sustraernos porque saca a colación innumerables hechos dramáticos que han jalonado la historia europea. Los alemanes, por ejemplo, son herederos del oprobio dejado por la Alemania de Hitler, pero las nuevas generaciones no son responsables de lo que hicieron sus padres. Son responsables de lo que hagan hoy. No obstante, las sociedades vivimos con nuestra historia y nuestra memoria. El pasado ha de servir como recordatorio. Y esto ha de plantearse no como una herida que no se pueda cicatrizar jamás sino como una cicatriz que, en cambio, no debemos ignorar. La Rusia actual, sin duda, es la heredera de lo que conocimos como Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Los mismos ciudadanos rusos que vivieron el terror del régimen de Stalin han sabido reconocer el daño causado, pero es cierto que, al reconocerlo tan tarde, han creado un poso de amargura más difícil de disolver y encarar que si se hubiese hecho tiempo atrás.
La sociedad polaca, por su parte, ha de abordar con igual intensidad otros elementos de su historia, como el antisemitismo que se vivió en ese periodo y facilitó las políticas exterminadoras del nazismo, o el periodo posterior del comunismo y su régimen represivo. No podemos vivir de la memoria ni en ella enclavados, como si la distancia con los acontecimientos no fuera importante, sino desde ella para conjurar estos fantasmas que nos han desvelado para dar un paso al frente. Es cierto que a Rusia le ha costado mucho asumir lo sucedido y que, posiblemente, no haya sido capaz de encajar las piezas de este deleznable crimen como hubiese sido deseable. Pero hay que pensar que Rusia no está dispuesta a empañar la visión de los sacrificios que tuvo que realizar para defenderse de la agresión nazi, de los millones de muertos que tuvo que entregar a cambio (unos, debido a la brutalidad del régimen soviético, otros, por las acciones bélicas). Liberó Europa del Este de una Alemania nazi que tenía como fin imponer un modelo exterminador y racista con un gobierno inhumano pero la URSS de Stalin aprovechó esta coyuntura para construir su propia realidad política y romper el aislamiento político que había vivido desde la Revolución rusa en 1917.
El uso y los abusos que se cometen con la memoria también son elementos esenciales a la hora de establecer qué clase de conciencias y sociedades queremos establecer de cara al futuro. Hay que saber asumir culpas y responsabilidades pero hay que saber perdonar e interiorizar los traumas para que no se conviertan en permanentes. No se trata de negar la Historia, pero tampoco de arrastrarla como un lastre que nos impida vivir el presente.