Los niños y niñas que habían hecho su primera comunión estos días de mayo iban a recibir a partir de ahora tanta pantalla electrónica de regalo y tanta publicidad añadida que llegarían a pensar que el hijo de Dios nació en un portal de Silicon Valley.

En este mundo que les ha tocado vivir, inmerso en el consumismo, que considera a las fuerzas de producción y el incremento del PIB como motores de la historia, que sitúa a la productividad y el beneficio como valores casi prioritarios, pienso a menudo que es una suerte tener como un contrapeso más -en este caso sentimental y con vocación de espiritualidad- a una Iglesia que mantiene su mensaje de eternidad. Una Iglesia que vive por y para las comuniones. En lenguaje un tanto heterodoxo podríamos afirmar que el ritual de la comunión viene a ser el eje central de su maquinaria. Juan Pablo II, en una oración dirigida a Cristo para que la compartieran con el Papa todos los sacerdotes, ya lo expresaba así: "Que a ninguna comunidad falte el alimento espiritual de la eucaristía. Te pedimos que sea celebrada en toda la tierra por los ministros llamados a ella".

Pienso en estos niños y niñas de primera comunión cuya inocencia les impide saber que ni somos dueños de nuestra vida, ni de nuestro destino, ni de nuestra muerte, y que en su desarrollo la propia condición humana les hará buscar múltiples salidas para olvidarse de esa realidad, y que unas actuaciones serán mejores que otras, y que las buenas deben diferenciarse de las malas, de las rematadamente malas y de las perversas, lo cierto es que los pobres, o sea, los más acuciados por crisis como la actual son -somos- mucho menos dueños de su vida y de su destino que los poderosos. Y que aunque la muerte nos iguale a todos, la materialidad, la celebración, la fiesta de la herencia sigue entronizando a los grandes beneficiarios. Por eso nos duelen tanto los recortes en sanidad y los recortes en educación.