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Lecciones de Bucarest

Si aun tras la derrota, como decía Nietzsche, lo importante del árbol no es el fruto sino la semilla, el Athletic es efectivamente diferente. Pero en este fútbol que es país, religión y negocio... ¿basta con serlo? Seamos críticos, deconstruyamos la realidad rojiblanca

EL asiento 24 de la fila 16 del bloque 111 del National Arena de Bucarest se convulsionó. Eran las diez y diecinueve minutos de la noche del miércoles en Rumanía, aunque en Euskadi las lágrimas se derramaran una hora antes. Un brazo rodeó desde la izquierda el cuello de la niña, aún ni adolescente, y le susurró algo al oído. A la derecha de ambos, el fondo atlético, el dichoso fondo atlético, se plagó de rojigualdas, dichosas rojigualdas, de muchas que antes no estaban, mientras el denso silencio de enfrente era roto por el demencial speaker de la UEFA que canta goles sin respeto porque la UEFA siempre gana. El fútbol no es una guerra sin lágrimas que entonaba Peter Gabriel en Games without frontiers, war without tears. Sí su estribillo: "If looks could kill, they probably will" (Si las miradas pudieran matar, probablemente lo harían). Más de hora y diez minutos después de aquel segundo gol de Falcao, el asiento 24 de la fila 16 del bloque 111 del National Arena de Bucarest aplaudió con un dolido orgullo que no cabe en ninguna pancarta mientras el Athletic se descomponía en otro llanto. Y lo volvió a hacer con el respeto en otros ausente cuando el Atlético de Madrid hacía su paseíllo ante el príncipe colchonero de España. Una fila por encima, alguien susurró a otro oído: "Una bandera argentina, otra colombiana, otra brasileña, otra belga...". Las rojigualdas, dichosas rojigualdas, disfrutaban. El asiento 24 de la fila 16 del bloque 111, y el de la fila 17, y muchos asientos de muchas filas de muchos bloques, muchos más sin asiento ni fila ni bloque y una hora antes en Euskadi, aún creían, aún creen. Y si, como decía Nietzsche, la diferencia entre quien disfruta y quien cree es que aquel piensa que lo importante del árbol es el fruto y este que es la semilla, somos efectivamente diferentes. Pero, convertido el fútbol en religión, cultura, país, negocio... ¿basta con ser diferentes? Seamos críticos como Nietzsche, saquemos lecciones de Bucarest, deconstruyamos conceptos que forman el Athletic.

¿Por qué un equipo de profesionales curtidos, muchos de ellos internacionales, algunos con títulos y partidos de presión extrema en sus piernas, se ve afectado de esa manera en su rendimiento por el miedo a fallar? ¿Cómo es posible que el equipo casi al completo se desmorone tras la derrota hasta caer en llanto colectivo? Dejemos a un lado la variable de la juventud o la endeblez psicológica. Además de que (edad y fortaleza mental) las hay diversas en la plantilla rojiblanca, no ha lugar en el deporte profesional del siglo XXI. ¿Y entonces?

Para empezar y por primera vez en toda la temporada, el cuerpo técnico del Athletic ha roto la dinámica miércoles-domingo-miércoles del equipo. Tal vez por miedo al cansancio, a las lesiones o a ambas cosas. Y desde hace quince días los integrantes de la plantilla -los que jugaban y los que no- pensaban (solo) en Bucarest. El cansancio, la lesión, ha sido mental en este caso. Si con esa cadencia de partidos el equipo había sido capaz de sobreponerse a ausencias y derrotar a Manchester, Schalke o cualquier otro -sobreponiéndose, por cierto, a goles en contra ante ingleses y alemanes y al reloj ante el Sporting- ¿por qué se cambió el criterio?

Es la presión externa. El club, y por tanto el equipo, no ha sabido dirigirla, mucho menos digerirla. En una sociedad necesitada de noticias positivas, la espectacular temporada -que lo ha sido- del Athletic en Europa ha servido de catarsis colectiva, lo que finalmente y conjugado con la excepcionalidad de algo que no ha ocurrido en 35 años, lleva a no ponderar el suceso de la final en su justa medida, exacerbando su relevancia social, emotiva y hasta en algún caso política y al tiempo la ecuación de las posibilidades de éxito. El debate sobre la fecha para la celebración del (hipotético) triunfo con la gabarra es la mejor muestra de lo que no se debe hacer. A ello han contribuido los aficionados, pero también las instituciones que tratan de responder a la inquietud social. Y el club no ha sabido o, si lo ha intentado, no ha podido frenarlo.

En ese sentido, el jarro de agua fría de Bucarest debe servir para templar ánimos y devolver las cosas a su lugar de cara al futuro inmediato. Las celebraciones no se debaten en público -quizás ni en privado- hasta que el motivo para las mismas no es un hecho consumado. Y solo cuando se consuma. Y el equipo, como siempre ha defendido Bielsa, debe estar formado en cada partido por quienes en mejor disposición para competir se hallan, independientemente de lo que suceda mañana. Si el Athletic como fenómeno social, es decir, el club y lo que no es el club, no cumplieron con (parte de) su acostumbrada sobriedad; Bielsa y el equipo tampoco mantuvieron sus costumbres. Pero si el Athletic es diferente porque, parafraseando al poeta estadounidense Robert Lee Frost, tomó un camino no transitado por nadie más en el mundo del fútbol, mantener el rumbo en lo institucional y en lo deportivo es más preciso que nunca cuando se acaricia el éxito.

Sin embargo, ¿quiere esto decir que no debe cambiar nada en el Athletic? No. Bucarest también ha dado otra lección: ser diferentes es un éxito en sí mismo, pero no asegura el logro de otros éxitos sin los que mantener la diferencia puede convertirse en quimera. Ni siquiera da superioridad en la grada. Lo profundo de la conexión equipo-pueblo, la respuesta social masiva, la extensión del sentimiento, no son un certificado de mayor apoyo, como se comprobó en el National Arena. Es cierto que el resultado y la peculiaridad del entorno condicionó, acongojó, a la hinchada, pero esta siempre se había caracterizado por todo lo contrario en cualquier circunstancia. La espontaneidad es un plus, pero ya no suficiente. Como la presión externa, hay que digerirla y dirigirla. El club debe tomar nota de la inferioridad que no en número pero sí en condiciones ha sufrido, por comparación con la colchonera, la afición del Athletic. Y esta anotar ya que las finales se ganan en el estadio, no en la calle... ni en una discoteca.

¿Alguien se había preocupado de cómo se organizan otros clubes acostumbrados a viajes masivos a finales europeas? (daba envidia ver en el aeropuerto Coanda el camino de la hinchada colchonera marcado con paneles con su escudo). ¿Alguien cayó en que si el Atlético tenía un plan, además anunciado, para la grada en Bucarest, el Athletic debía tener el suyo propio? (los mosaicos, cánticos comunes, pancarta y rojigualdas a cientos no se improvisan). No basta con elevar a posteriori una protesta a la UEFA, aunque sea necesario por la pasividad (u otra cosa) de quienes rigen el negocio del fútbol en Europa y hasta lo ponen en manos de las mafias locales (siquiera a través de intermediarios como la Federación Rumana, que hizo negocio con la reventa). Hay que prever, presionar, negociar, aprender, actualizar... y admitir que también hace falta copiar para ser diferentes; para aun no siendo los mejores en Bucarest (o siéndolo en Madrid) seguir siendo únicos.