CON seis huelgas generales de 24 horas en 27 años, una docena en total desde la muerte del supergeneral Franco, no se puede decir que la monarquía constitucional haya sido un periodo marcado precisamente por la conflictividad sociolaboral. Aznar, Zapatero y ahora Rajoy, cada uno ha tenido una huelga general de un día, sin que al parecer ello afectara especialmente a los cambios de reglamentación laboral y de pensiones, que han avanzado a buen ritmo desde que el gobierno de Felipe González iniciara el proceso de flexibilización y precarización laboral a mediados de los 80.
Esta realidad lleva a cuestionarse la relación coste-beneficio de las huelgas generales. Son muchos trabajadores que dicen que no sirven para nada y muchos empresarios que critican que cuestan mucho dinero al país, es decir, a ellos. Dos de las afirmaciones más comunes entre quienes tienen decidido de antemano que las huelgas no van con ellos ni con sus intereses y ponen el acento en las pérdidas económicas que derivan de una huelga general.
Para estimar el impacto económico directo de una huelga general, la cifra más socorrida, pero no por eso menos engañosa, consiste en calcular el valor de la producción en un día. De este modo, organizaciones empresariales evalúan el coste económico en unos 3.000 millones de euros, de los cuales unos 240 millones serían impuestos indirectos ligados a la producción que se dejarían de percibir por las administraciones públicas. Cuando afinan la estimación, prevén un nivel seguimiento de la huelga de un 70% o un 80% -que el día de la huelga se traduce invariablemente en sus cálculos a un 20% o 30% de seguimiento-, y recalculan el impacto económico a algo más de 2.000 millones de euros.
Pero este tipo de estimaciones generales no dejan de ser engañosas porque a muchas actividades empresariales un día de huelga no les supone una pérdida concreta en los ingresos anuales. En particular, las empresas que tienen acumulación de stocks invendidos y que están funcionando al ralentí, un día de huelga y el correspondiente descuento a los trabajadores les vienen de perlas. En otras actividades, la producción simplemente se desplaza a otro día. Los únicos sectores que tienen pérdidas no recuperables son lo que suministran servicios continuos, no diferibles y que cobran por unidad de consumo, sobre todo, transporte por carretera y aéreo y distribución de energía, y en parte la hostelería y el comercio, sobre todo, el de productos perecederos. Estos sectores sí experimentan una merma real en sus ventas el día de la huelga. En conjunto, el valor de la producción de un día en estos sectores representa unos 500 millones de euros, de los que unos 40 son en impuestos.
En la convocatoria más seguida entre las huelgas generales de la democracia, la del 14 de diciembre de 1988, pararon 7 millones de trabajadores, un 60% de la población ocupada. Alcanzar un umbral equivalente ahora significa que unos 10 millones de trabajadores abandonen el 29 de marzo su actividad laboral. En ese supuesto, el impacto económico en los sectores más afectados se elevaría hasta el 80% que reclama por defecto la patronal, unos 350 millones de euros de valor añadido no generado. En el resto de actividades, el impacto de la que sería la mayor huelga general puede implicar una reducción de un 20% del valor añadido diario, unos 450 millones de valor añadido no realizado. Por tanto, como máximo, el impacto en la producción de la huelga puede alcanzar unos 800 millones de euros de valor añadido no generado y una reducción de unos 70 millones de euros de impuestos a la producción.
En realidad, una huelga general de 24 horas a quien le genera un coste más elevado es a los propios trabajadores: de media, unos 80 euros de descuento por cada trabajador que haga huelga, que en nuestro supuesto de máximo impacto, con diez millones de huelguistas, supondría otros 800 millones de euros de salarios no cobrados y de reducción en las nóminas de las empresas. Y, desde luego, a la hacienda pública: como los trabajadores pagan más impuestos directos e indirectos, la huelga puede llegar a superar los 300 millones de euros menos en impuestos recaudados.
Si estos 1.670 millones (más o menos) son los números económicos - equivalen a unos 3 céntimos frente cada euro destinado en ayudas al último (por ahora) saneamiento de la banca o 6 céntimos por cada euro de reducción del déficit público previsto este año- ¿por qué las huelgas generales provocan reacciones tan virulentas en contra? ¿Por qué ese empeño en descalificar esta y todas las convocatorias precedentes? Quizá la razón se encuentra en otro tipo de costes, menos fáciles de medir, asociados al proceso de formación de conciencia que tiene la participación activa en una huelga.
Cuando son todos los trabajadores asalariados de un país los llamados a expresar su descontento mediante una huelga, inevitablemente, en un momento o en otro, a solas o en conversaciones de bar o pasillo, muchos trabajadores, incluso aquellos que nunca han pagado una cuota ni pisado una sede sindical, se interrogan sobre la decisión que van a tomar ante la convocatoria, los motivos de la mismas, su circunstancia personal y ambiental y, casi imperceptiblemente y al margen de su decisión final, experimentan algún grado de común-unión, de identidad social, incluso si esta implica un fuerte rechazo hacia los convocantes y participantes en la huelga.
Ese interrogarse puede -tan solo puede- abrir una puerta en la percepción de la realidad de los trabajadores pasivos sobre su capacidad de intervenir en la realidad que les rodea y les agobia. Es decir, una convocatoria de huelga general es un momento especial de toma de conciencia para la clase trabajadora que, si deviene en reivindicación democrática de ciudadanía, puede perturbar el orden oligárquico de toma de decisiones en que se ha convertido el sistema democrático de representación en muchos países, incluido el nuestro.
Para que la huelga sea eficaz, lo que tiene que tocar es la conciencia de la mayoría de los trabajadores, su confianza en su capacidad de acción colectiva y de alcanzar metas y reivindicaciones particulares y generales. Ese es el daño colateral que más temen los empresarios y por eso tienen razón cuando califican todas las huelgas generales como huelgas políticas. De hecho, sería un contrasentido una huelga general que no tuviera fines políticos pues no podría tener ningún objetivo material concreto circunscrito a decisiones autónomas de los intervinientes en el mercado de trabajo: trabajadores y empresarios.
Hay razones para dudar que los doce días de huelga general de nuestra historia reciente hayan tenido la capacidad educativa y formadora de conciencia cívica que se comenta, pero esto quizá no es algo que se pueda achacar a las huelgas generales en sí mismas, ni a su número excesivo o escaso, sino a las formas de vida social y a las pobres experiencias políticas y sociales vividas por la mayoría de la población durante los más de doce mil días de democracia parlamentaria en los que no ha habido huelgas generales y sí una persistente desmovilización de las conciencias en una democracia manifiestamente mejorable.