EL discurso de investidura pronunciado por Mariano Rajoy ayer, transcurrido nada menos que un mes desde que ganara las elecciones generales en el Estado -con las relevantes excepciones de Euskadi y Catalunya-, pese a tratar de dotar de un halo de seriedad a su propuesta y de presentarse centrado en las necesidades económicas, no es suficiente para eludir una crítica razonada a la ausencia de gran parte de la concreción que la gravedad de la situación exige. Rajoy planteó una decena de ejes predecibles en los que apenas aportó sorpresas, dejó una sensación de temor a la respuesta de la sociedad a las políticas de recortes y no reparó en alguna contradicción. Así, el líder del PP acompañó su énfasis sobre la reforma laboral, ya anunciada, con el compromiso de actualización de las pensiones, por otra parte de casi obligado cumplimiento, y concatenó esa actualización con el aviso de la supresión de las prejubilaciones, algo simplemente lógico si se pretenden mantener el retraso de la edad de retiro a los 67 años. Ahora bien, dicha supresión, así como la no reposición de plazas en la función pública -e incluso su intención de prolongar un año más el bachillerato- chocan frontalmente, por cuanto impiden el relevo, con el plan de inserción laboral para menores de 30 años mediante la subvención del 100% de la cuota de la Seguridad Social de las empresas, medida que además reducirá en el plazo inmediato los efectos beneficiosos que para la tesorería de la Seguridad Social podría tener el aumento de la edad laboral y lastra en cierto modo el compromiso de reducción del déficit en 16.500 millones de euros el próximo año. Esa misma reducción, quizás imprescindible como objetivo, se antoja en cualquier caso muy difícil de alcanzar y padece de la misma absoluta indeterminación en las formas que sufre el anuncio de eliminación de los puente festivos salvo en los casos "de más arraigo social" sin determinar cuáles son estos. Así también, pero en ese ámbito de la reforma del mercado de trabajo, la apuesta por anteponer los convenios de empresa a los sectoriales devendrá en un efecto negativo sobre los salarios con la consiguiente lógica retención del consumo. Finalmente, el planteamiento de Rajoy, o al menos su discurso, mostró prioridad económica hasta el punto de ni siquiera citar problemáticas tan relevantes como la pacificación definitiva o la disconformidad de Euskadi y Catalunya, mostrada en las urnas, respecto a los actuales cauces de su relación con España, aunque sí dejó entrever un claro afán recentralizador. Fue un discurso escaso, parcial por incompleto, que permite intuir en Rajoy y sus políticas inmediatas la obsesión por arañar cifras al paro sin reparar en la calidad del empleo -lo que era tan predecible en un gobierno del PP como la reforma del Impuesto de Sociedades- tal vez con el fin (o la excusa) insuficiente de variar la tendencia e insuflar confianza a la economía, a Europa y a los mercados.
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