LA reforma constitucional aprobada el viernes por el Congreso, pendiente ahora del Senado, es chapucera y precipitada, lanza pésimos mensajes sobre la situación económica y sobre la construcción de los consensos políticos fundamentales, y acentúa de forma innecesaria la realidad de bipartidismo imperfecto, en expresión de Duverger, que caracteriza nuestro modelo de representación política. Pero si hablamos en términos sustantivos, la diferencia entre la Constitución que teníamos y la que vamos a tener es casi nula, y por eso me suena a desmesura el que los dos grandes partidos nacionalistas de Euskadi y Cataluña hayan enfocado su confrontación con el PP y el PSOE -a los que en todo caso les van a ayudar a aplicar la nueva filosofía- haciendo una solemne advertencia de que se ha ampliado "la brecha constitucional".

Para que se diese una brecha constitucional tendríamos que estar hablando de un cambio de filosofía esencial, cosa que en ningún caso pueden reconocer dos partidos -PNV y CiU- que saben perfectamente que el camino que traza ahora la Constitución era inexorable tanto en perspectiva estatal como europea, que ya está recorrido en términos muy aproximados en los acuerdos de la UE -de cuyo incumplimiento generalizado se derivan los actuales lodos-, y que seguramente habrá de formar parte de la primera reforma sustantiva del Tratado de la UE. Nadie puede oponerse hoy al equilibrio presupuestario que acabamos de constitucionalizar si no asume al mismo tiempo dos opciones consecuentes: una revolución radical en el sistema económico, que no está formulada como alternativa; y una vuelta al soberanismo económico anterior a la UE y a la creación del euro, cosa que en modo alguno asumen, ni siquiera como hipótesis, ni los convergentes ni los jeltzales.

Precisamente por eso, porque sólo estamos hablando de problemas procedimentales, de oportunidad política, de cultura constitucional y de prisas innecesarias que alteran la tradicional buena relación entre los dos nacionalismos citados y los dos autores de esta chapuza verbenera, me parece muy poco adecuado dar el salto de lo accesorio -porque nadie hablará de esto dentro de seis meses- a lo categórico, como si una brecha constitucional sustantiva e irreversible hubiese venido a alterar profundamente los supuestos de la convivencia política y democrática que hemos pactado hace 33 años los pueblos de España.

Si empezamos a escudarnos en brechas constitucionales, y si recordamos, por ejemplo, como se reformó el Estatuto de Cataluña, mucho me temo que no nos vamos a entender, y que quedemos por ello abocados a hablar del estéril juego de las mayorías aritméticas y de los trágalas que le son propios, cosa que ni hemos hecho en el período constituyente ni estamos haciendo hoy, aunque las cosas se hayan hecho mal, aunque en esta ocasión se hayan administrado pésimamente los tiempos electorales, la comunicación con los ciudadanos y las relaciones de colaboración entre partidos, y aunque se hayan hecho mangas y capirotes con los procedimientos políticos, que también existen y son importantes.

Yo hubiese preferido que el principio de equilibrio presupuestario fuese un acuerdo de política general y no una norma que ya se prevé excepcional cuando haga falta; o que se hubiese insertado en el tratado de la UE, como compromiso común de las economías abiertas y unidas en el euro. Pero dicho eso, y con el enfado intelectual ya en receso, creo que de brecha constitucional nada, y que, si a los políticos les gusta dejar abierto el silogismo siguiente -para eso sirve este distanciamiento ritual y ampuloso- a la gente, creo, ni le va ni le viene. Nada. En absoluto.