LAS dramáticas palabras de Paqui Román, hermana de Rosario, la última víctima mortal de la violencia machista en Euskadi, así como la denuncia contundente y unánime de los colectivos de mujeres y de aquellas asociaciones que trabajan con quienes sufren las amenazas y agresiones de dicha violencia, pero sobre todo los 31 homicidios cometidos en seis meses en todo el Estado, reflejan la insoportable impotencia ante la reiteración de los trágicos efectos de esta lacra humana, agravada por la incomprensible incapacidad de la sociedad para enfrentarla pese a los mecanismos legales de que se ha dotado en los últimos ocho años. Las críticas ante los fallos de los protocolos de protección en el asesinato de Rosario Román -pero también en otros, sin ir más lejos el de Cristina Estébanez en diciembre en Barakaldo- no son precisamente gratuitas. Más de seis años después de la aprobación de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, lo estipulado en el art. 61 de la misma sobre la protección y seguridad a las víctimas sigue sin cumplirse o carece de la efectividad imprescindible para asegurar la integridad física de las amenazadas. Y dos años después de que en 2009 el Gobierno vasco, el Consejo General del Poder Judicial, la Fiscalía del TSJPV, las tres diputaciones, Eudel, el Consejo Vasco de la Abogacía y el Consejo Médico Vasco firmaran un nuevo acuerdo interinstitucional para mejorar la atención a las víctimas de los malos tratos y renovar y reforzar la voluntad de coordinar los protocolos de actuación previstos, dicha coordinación falla especialmente entre quienes tienen la responsabilidad de ejercer la protección, es decir, los cuerpos policiales; y quienes tienen la responsabilidad de ordenarla y de facilitar los medios idóneos para que se realice, es decir, los órganos judiciales. Porque es a ellos a quienes corresponde la obligación de proporcionar y hacer efectivos los mecanismos que protejan de una de las mayores taras que padece la humanidad, independientemente del nivel de desarrollo económico, social y cultural de sus sociedades. Y es a ellos a quienes cabe exigir que la protección y atención a las víctimas se cumpla escrupulosamente y hasta el extremo para siquiera tratar de evitar entre nosotros la amenaza que la ONU constata en 2.600 millones de mujeres en lugares en los que la violencia marital no está criminalizada. Cierto es que la protección de la víctima y la persecución del agresor es apenas un analgésico contra los terribles efectos de la desigualdad, de siglos de desigualdad, y no cura el mal instalado en un modelo erróneo de relación, que dicha cura demanda de una evolución cultural, social y educativa que precisa de sus propios mecanismos, pero no lo es menos que mientras ese modelo no haya sido corregido, es imprescindible reducir sus efectos y proteger a la sociedad de su propia amenaza.