GUILLERMO Cabrera Infante, escritor cubano muerto en el exilio londinense, insuperable contorsionista de las palabras, acuñó la expresión "vidas para leerlas" parodiando a Plutarco, quien con su Vidas paralelas fue el primer historiador que se basó en el chisme de salón y los rumores de corte para escribir las biografías de Pericles, Cicerón, Alejandro, César, Demóstenes, Marco Antonio y otros. Me tomo la licencia de parafrasear a Cabrera Infante para abordar un obituario conjunto de dos personajes sobresalientes que fallecieron la semana pasada. Escritores de éxito e intelectuales de acción, sus vidas paralelas parecieran vividas para ser leídas.

Jorge Semprún Maura, nieto de Antonio Maura, presidente de gobierno con Alfonso XIII, era hijo de José María Semprún Gurrea, catedrático de derecho, católico liberal y republicano cofundador con Bergamín de la revista Cruz y Raya. También fue Gobernador civil de Santander y, durante la guerra civil, embajador de la República en los Países Bajos. En ese destino recibió a Eresoinka, embajada cultural ambulante del Gobierno vasco, del que formaban parte, entre otros, la hace poco fallecida Karmele Urresti y su marido Txomin Letamendi, excelente trompetista -Uzturre le llamaba cariñosamente El Turuta- y mártir de la resistencia vasca, y digo bien pues fue torturado hasta la muerte por la policía franquista. También Pepita Embil, madre de Plácido Domingo, y Margarita Ucelay, madre de Juan Manuel Eguiagaray, ministro de Felipe González y quien facilitó a Semprún una foto de su padre embajador recibiendo en 1937 a los componentes de Eresoinka en la legación española en Holanda. Cuando la República Francesa concedió a Plácido Domingo la Legión de Honor, Semprún se acercó a Pepita para recordarle la foto y a Eresoinka; la anciana, emocionada, repetía entre lágrimas nostálgicas: "Eresoinka! Eresoinka!".

La simpatía de Semprún por lo vasco se ajustaba a un patrón muy sencillo: sus recuerdos de adolescente en Lekeitio, que él escribía con Q porque la grafía vasca, a su entender, es "una forma de nacionalizar quiméricamente el pasado de los vascos y la letra K se les antoja más auténtica, acaso más arcaica que la Q castellana"; y la memoria conjunta de nacionalistas vascos, republicanos, socialistas y comunistas, rojos todos para los vencedores de la guerra civil. En este sentido, Semprún, enterrado ahora con la bandera republicana aunque admitiese que la monarquía vigente es el mejor sistema posible, es uno de los últimos "españoles rojos". Poco queda en sus correligionarios actuales del hálito de su antifascismo combatiente y del destino común con quienes se enfrentaron a la bestia fascista como pueblo en armas.

Semprún cogió su fusil. Con apenas dieciocho años ingresó en el maquis del Auxerre (Borgoña). Combatiente de las sombras, mató alemanes. Ha contado muchas veces, cosa inusual porque pocos combatientes reconocen las muertes causadas de propia mano, la emboscada en la que acabó con la vida de un soldado que se refrescaba semidesnudo en el recodo de un río mientras cantaba, en alemán, La Paloma.

Detenido poco después, torturado y enviado al campo de Buchenwald, salva la vida por su exquisita formación burguesa, una fräulein o niñera le había enseñado alemán, que hablaba sin apenas acento, y por la oportuna intervención de un preso militante del Partido Comunista Alemán, asignado al departamento de ingresos de nuevos presos, quien alteró la profesión de "estudiante" declarada por Semprún por la de escayolista . Un estudiante de filosofía, es decir, alguien sin oficio concreto, era destinado a trabajos pesados hasta su muerte por extenuación. Semprún, por entonces ya militante comunista, supo aprovecharse del poder que el aparato del Partido tenía desplegado en el campo. Se ha dicho que ejerció de kapo, esto es, preso subalterno de los oficiales SS con mando sobre los otros presos. La línea difusa entre la disciplina comunista, la búsqueda de la supervivencia y la sumisión aparente para mejor conspirar hace imposible un juicio moral por parte de quienes no sufrimos aquella enormidad. No así quienes la vivieron. Primo Levi, quien muchos años después de su liberación se suicidó a consecuencia del complejo de culpa por haber sobrevivido, y Semprún, quien encontró en la literatura el camino de regreso a la vida, son testimonio de una situación personal al límite que les libra de toda culpa. Sus libros El largo viaje, Aquel domingo, Adiós, luz de veranos... y La escritura o la vida detallan con más profundidad y tino literario lo que acabo de contar.

Leigh Fermor no vivió el infierno del desgarramiento interior. Hace meses, DEIA me publicó un artículo titulado Se resuelve andando en el que contaba su experiencia vital. A la misma edad en la que Semprún se echó al monte, pero unos años antes, Leigh Fermor hizo el camino, a pie, desde Holanda hasta Constantinopla. El viaje, maravillosamente relatado en dos libros, El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua, quedó literariamente inconcluso porque la tercera entrega, Entre las Puertas de Hierro y Constantinopla, quedó sin finalizar. Eso hemos perdido quienes disfrutamos leyendo literatura de viajes que, de la mano de Leigh Fermor, es más bien un conjunto de ensayos donde geografía, sociedad, arte, lingüística e historia se describen, detallan y engarzan con precisión de orfebre.

Una vez llegado a Constantinopla, se dirigió a Grecia, país en el que conoció y vivió un amor irrefrenable con Balasa Cantacuceno, princesa descendiente de uno de los últimos emperadores de Bizancio. Con ella aprendió el griego y descubrió el mundo helenístico, lo cual trajo consecuencias mortíferas para los futuros ocupantes alemanes. Leigh Fermor, movilizado al inicio de la II Guerra Mundial y entrenado como guerrillero por el Ejército británico fue, debido a su conocimiento del idioma y de las costumbres de los griegos, lanzado en paracaídas sobre la isla de Creta. Viviendo como pastor coordinó las actividades de la Resistencia en un teatro de operaciones atroz; el más sanguinario junto con Yugoeslavia si se tiene en cuenta la población afectada. Su mayor audacia, coronada por el éxito, fue el secuestro del General Kreipe, comandante en jefe del ejército de ocupación alemán en la isla. No voy a repetir lo que en su día relaté sobre este asunto, solamente añadir que la gesta fue llevada al cine con un flamante Dirk Bogarde en el papel de Leigh Fermor como pastor guerrillero, con tan desastrosa actuación que hizo decir a la hacendada ganadera marquesa de Devonshire, amiga quizás íntima de Fermor: "Yo jamás dejaría mis ovejas a cargo de semejante pastor".

Por cierto, Deborah Mitford, marquesa de Devonshire, tiene también su propia y truculenta historia familiar: era la más pequeña de las Mirtford sisters, cinco hermanas, hijas de aristocráticos y fascistas padres, que salieron a pares. Dos de ellas, Diana y Unity, directamente nazis. La primera se casó con Mosley, líder del partido fascista inglés, teniendo como testigo de boda al mismísimo Hitler. La segunda no pudo soportar el hundimiento del III Reich y se pegó un tiro en la cabeza que no le mató pero le dejó lela (quiero decir aún más lela). Jessica y Nancy salieron, respectivamente, comunista y pacifista radical, hasta el punto de que el senador anticomunista americano McCarthy acusó a Jessica y su esposo Threnhaft, abogado fundador del movimiento pro Derechos civiles, de ser lo más subversivo de América. La impar Deborah casó con y enviudó del marqués de Devonshire... aunque mantuvo con Leigh Fermor esa quizás íntima amistad cuyos detalles tal vez se desvelen ahora en la biografía que por expreso deseo suyo se publicará post mortem.

En cualquier caso, Leigh Fermor, recibió las más altas condecoraciones inglesas y griegas, dejó las armas y se puso nuevamente en marcha. Solvitur ambulando, "se resuelve andando", contestaba a quienes le preguntaban sobre la forma de abordar los problemas a los que la vida nos encara. Andando y escribiendo, digo yo, porque Leigh Fermor, conservador y conservacionista del medio ambiente, de derechas y demócrata ejerciente, guerrillero y legalista, intelectual y andarín, nos ha legado su obra literaria que es sobre todo un compromiso con la cultura, territorio común de la humanidad. Pronto se publicará en castellano Rumeli, que podría decirse por tanto obra póstuma. Se trata de otro de sus viajes, a pie por el norte del Ática griega y hasta Messolonghi, donde 120 años antes murió Lord Byron luchando también por la independencia de Grecia. Por cierto, Leigh Fermor siempre rechazó la comparación con el poeta romántico inglés, tan comprometido con las libertades como él pero a su entender a distancia sideral en cuanto calidad literaria. Humilde pues nuestro protagonista.

Semprún no ha sido enterrado en Biriatu, como en su día sugirió. La localidad labortana le evocaba los pasos de frontera durante sus años de cuadro político clandestino del PCE; los combates entre las tropas facciosas de Mola y las milicias republicanas observadas, mientras sorbían limonadas, desde la terraza del restaurante local por veraneantes franceses; y la última semana de agosto de 1939, días antes del inicio del apocalipsis de la II Guerra Mundial, que él describió precisamente, preciosamente, con un verso de Baudelaire: "Caeremos muy pronto en las frías tinieblas; ¡adiós luz de veranos que se van tan aprisa". Por decisión familiar no pudo ser enterrado, queda dicho, en el pequeño cementerio de Biriatu, "ese lugar fronterizo, patria posible de los apátridas... en la vieja tierra de Euskal Herria".

La vida de Leigh Fermor transcurrió entre la suave campiña inglesa de Worcestershire, donde los conductores deben obligadamente ceder el paso a los jinetes, y la áspera tierra de Kardamyli, en la región de Mani, el Peloponeso griego, donde los burros campean a sus anchas a despecho de los vehículos y de sus chóferes (en realidad, allí uno nunca sabe quién conduce a quién). Un día caluroso de verano, mientras caminaba con su esposa Joan, eligió en el lugar ocupado por un olivo sereno el preciso emplazamiento de la mesa del comedor de su futura casa, que luego construyó con sus propias manos. Joan descansa entre las piedras calcinadas del olivar, al igual que Bruce Chatwin, uno de los grandes de la literatura de viajes, también inglés, lo que es casi redundante, prematuramente fallecido y gran admirador de Leigh Fermor a quien pidió el regalo final de ser esparcido en cenizas en aquel secarral. Leigh Fermor quiso ser incinerado y aventado entre los olivos de su casa griega. Al tiempo en que escribo estas líneas no sé si le será concedido su deseo.

Jorge Semprún y Patrick Leigh-Fermor, español el uno, inglés el otro; socialista el primero, conservador el segundo; tienen en común una vida sustentada en el compromiso, aquello que dijo Napoleón una vez por todas y que se convirtió en mantra de los revolucionarios de cualquier pelaje que en el mundo han sido: "...uno se compromete, y después, ya se verá...". Que la tierra les sea leve.