DOS años exactos después de que Patxi López decidiera la misma noche de su derrota electoral incumplir su promesa pública y pactar con dos formaciones ideológicamente antagónicas -excepto en su concepción uniformadora de la Constitución y del Estado- para desalojar al PNV del Gobierno vasco y/o alcanzar un poder que la sociedad vasca no le había otorgado en las urnas, su gestión al frente del Ejecutivo y, por tanto, la capacidad de éste para servir a los ciudadanos se ha revelado mediatizada tanto por aquella inconsecuencia política como por la impericia derivada de la asunción precipitada de la responsabilidad de gobernar. En el ecuador exacto de la legislatura -siempre que esta llegue a su fin-, no puede extrañar que el gabinete que preside López haya sido reiteradamente rechazado en las encuestas por amplísimas mayorías sociales cuando hasta las dos formaciones que le auparon al poder le consideran ineficaz en aspectos básicos de la acción de gobierno. Así, por ejemplo, en la hoy primordial gestión económica, el Gobierno López se ha limitado a trasladar a Euskadi las políticas decididas por el Ejecutivo Zapatero, aun a pesar de las críticas a las mismas por su tardanza e ineficacia y a las notables diferencias entre las economías vasca y estatal; sigue sin presentar un plan de reactivación industrial ni un programa de innovación y desarrollo, pero ha multiplicado por siete la deuda pública y permitido que el desempleo alcance cifras desconocidas durante las últimas dos décadas, superando por primera vez la media de la Unión Europea. Con el agravante de que dicho aumento ha coincidido con la reducción de las ayudas sociales destinadas a los estratos sociales más perjudicados por la crisis. Tampoco la gestión diaria de los servicios que han sido, por su rendimiento y nivel de aceptación, santo y seña del autogobierno vasco sale mejor parada del análisis debido a la conflictividad interna en Osakidetza, en la Ertzaintza, en Educación o en EITB, en todos los casos con el componente de las directrices políticas e ideológicas forzadas por las obligaciones de aquel pacto que aupó a los socialistas al gobierno. Y aún habría que añadir entre los déficits de gestión las relaciones institucionales, con polémicas tanto con las tres Diputaciones Forales como con Eudel y los ayuntamientos; la llamativa falta de producción legislativa o el incumplimiento de la mayor parte de los principios programáticos con que López se había presentado ante la sociedad vasca, especialmente denunciables en el ámbito del euskera. Pero aún hay otro aspecto esencial en el que el Gobierno López se mantiene pasmado en su afán de diluir la idiosincrasia vasca mientras se suceden los acontecimientos. En la gestión política del presumible horizonte de paz que se atisba en Euskadi también ha sido incapaz no ya de dotar de liderazgo a los deseos de la sociedad sino incluso de responder mínimamente a éstos.
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