EMPIEZA a tener un serio problema -además de los que atesora desde hace tiempo- la izquierda abertzale ilegalizada con la gestión de su propio proceso de transformación: aún no ha cristalizado esa expectativa de transición hacia la negación de la violencia cuando ya está siendo amortizada. Lleva tantas semanas en boca de todos que empieza a ser parte del paisaje y, en consecuencia, a perder el valor de la novedad. Hay un componente desagradable de reconocer públicamente pero que deben afrontar con todas las consecuencias: el suyo es un proceso de descontaminación tras décadas de contacto directo, o al menos ósmosis, con la violencia de ETA y en ese proceso son ellos quienes deben poner la voluntad pero son otros los que definen los criterios de salud pública.
Hoy, la credibilidad del proceso está residenciada en los pasos sucesivos con los que ETA esté dispuesta a acompañarlo. Este es un factor de riesgo. Todos los movimientos intermedios, todos los mensajes y declaraciones, todo ese trabajo de meses de asentar en la opinión propia y ajena que esta vez sí va en serio, se van a cumulando en el haber pero no pone la cuenta en positivo mientras la organización y su dinámica militar no sea tan explícita en sus declaraciones como lo son los portavoces civiles del movimiento independentista.
La prueba de que ETA ha dejado de contaminar no se puede basar solo en el hecho de que la fábrica de asesinatos no eche humo. Hay que entrar y ver la cadena de producción desconectada porque todos los períodos de tregua han sido precisamente la ausencia de acciones ofensivas y todos ellos han acabado con la chimenea de la violencia lanzando virutas con ánimos redoblados. Es entendible que necesiten sus tiempos y plazos para bajar la temperatura del horno pero mientras éste no esté completamente apagado, sigue encendido. Y no le corresponde a la sociedad vasca ni a sus agentes políticos ser comprensivos con esas necesidades sino a sus protagonistas ser consecuentes con sus obligaciones.
Estos extremos también tienen que ver con el hecho de que es igualmente una necesidad democrática la rehabilitación política de todas las opciones y su participación en los procesos electorales e institucionales. En este caso, la inteligencia política pasa por asumir una realidad: podemos reprobar la cuestionable calidad democrática de la Ley de Partidos y otras normas restrictivas de libertades surgidas en Occidente en reacción a los atentados brutales de la primera mitad de la década pero hoy están asentadas con procedimientos jurídicos que las han consolidado. No van a desaparecer. El maximalismo reivindicativo no las va a modificar; la aceptación de la ética de la utilidad y la seguridad frente a la de las libertades civiles se ha asentado en la sociedad y es inamovible en tanto la existencia de una organización terrorista siga fortaleciendo sus argumentos.
En esta tesitura, la tradición política heredada de Batasuna puede refundarse al margen de ETA o arrastrarla hacia su disolución. Cualquiera de ambas opciones es traumática medio siglo después, pero no hay caminos intermedios. O se descontamina alejándose de la fuente o asume el coste en tiempo de desmontar la instalación. La apuesta valiente por ambas vías tiene problemas internos y externos que no escapan a sus protagonistas: internamente, ETA debería dejar de considerar su capacidad destructiva un activo político, pero al margen de éste carece de otros porque el liderazgo de este proceso parece haber surgido, por vez primera, de abajo hacia arriba; externamente, ponerle las cosas difíciles a ese mundo es una norma de imagen en el panorama político español. En consecuencia, la llamada izquierda abertzale tradicional o radical tiene un largo camino por recorrer sin más aliciente que la seguridad en que no hay otra alternativa para su supervivencia política. Un camino que tendrá que pasar por la verificación de la tregua pero que no convierte a ésta en una meta que por sí sola ponga en marcha su rehabilitación política.
Igualmente, sería un cálculo erróneo, y repetido, considerar que del Gobierno español puede recibir una comprensión que le lleve a asumir riesgos. Error repetido porque ya lo manejaron tras la ruptura de la última tregua, convencidos de que Rodríguez Zapatero tendría que restablecer el diálogo y mantener la pacificación como eje de su siguiente campaña electoral. No lo hizo entonces y no le aportaría ahora más que desgaste, como le ha prometido el Partido Popular.
Desde este, se maneja una propuesta de cuarentena política de cuatro años sin retorno a las instituciones como medida de seguridad. No es una ocurrencia lanzada al aire. Esa estrategia daría alguna posibilidad de continuidad al acuerdo por el cambio de Patxi López y Antonio Basagoiti. La ausencia de ese porcentaje del electorado no es garantía por sí sola de reeditar otra legislatura el pacto, como reiteradamente han abogado PSE y, sobre todo, PP. Pero su presencia impediría en todo punto que se tradujera en un nuevo mandato. Al margen de carecer de sustento legal, esa cuarentena tendría hoy más consecuencias a favor de intereses partidistas que como consolidación de la paz. Lo que no quita para que pueda acabar dándose de facto si flaquean el ritmo y las condiciones de la refundación política de Batasuna.
Al discurso de la cuarentena le acompaña el del pago político. Es cierto que ETA no es agente político ni cabe negociar con ella en ese aspecto. Pero la perversión de asociar su proyecto político con algo a erradicar vuelve a ser interesada. El proyecto político de ETA se reclama socialista e independentista. Es obvio que no se pretende erradicar su primera acepción, lo que nos deja criminalizando la segunda. Y, por extensión, el conjunto de formulaciones del nacionalismo vasco: la negación de la existencia de un pueblo, de un sujeto de derecho y de su capacidad para decidir y autogobernarse. La memoria reciente nos lleva al preámbulo del Acuerdo por las Libertades y Contra el Terrorismo que suscribieron PP y PSOE como antesala de la Ley de Partidos, y en el que repartía entre PNV y EA responsabilidades por la violencia de ETA señalando la autodeterminación como alfa y omega de los males del terrorismo. En este escenario de dificultades e intereses, la izquierda abertzale radical deberá fiar su rehabilitación más en su propia posición firme frente a la violencia que en una semántica acomplejada. Más en su capacidad tractora sobre ETA que en la confianza en la voluntad de esta.