CUANDO en una comunidad humana, social o política, las cosas vienen mal dadas, o no tan bien como se quisiera, surgen dificultades. En ambos casos, los miembros tienen deberes y responsabilidades, para consigo mismos y para con los demás. Si se trata de una comunidad meramente social, esos deberes y responsabilidades pueden resumirse en una palabra: solidaridad, versión laica de la caridad evangélica que obliga a amar a todos, amigos y enemigos. En una comunidad política se suele hablar de patriotismo. Pero esta palabra se usa con una ligereza y una afición a manipulaciones de poco pelo que, a mi juicio, está sumamente desprestigiada. Me parece más adecuado hablar de madurez democrática.
Porque la madurez no es una cuestión de banderas, símbolos y voces de ritual, como habitualmente se representa el llamado patriotismo y que, por lo general, sólo sirven para desahogo visceral, para intentar lograr superioridad sobre otros miembros de la comunidad, para encubrir la enorme deficiencia de un espíritu social y democrático verdaderamente maduro que tiene como objetivo la totalidad de la comunidad en la que uno se halla inserto. Madurez es lo que Montesquieu llamaba "virtud" en L"esprit des lois, y que consiste, según él, en la renuncia a sí mismo; e implica preferencia continua del interés público sobre el propio. Es, pues, ser verdaderamente un ciudadano, arrimar el hombro, no sentirse ajeno a las vicisitudes y necesidades de otros miembros y estamentos de la comunidad, ni a las necesidades de la comunidad misma.
Se requiere para ello una educación en cierta austeridad a la que el ciudadano actual parece, en general, bastante refractario. Por ejemplo hay que quitar de la cabeza a todo el mundo que recién empezada la vida los ciudadanos de a pie podamos pretender una casa de 300 o más metros cuadrados en lo mejor de cada ciudad o del territorio, a gusto de cada uno, un automóvil -menos aún un coche de alto nivel-, una casa de veraneo y hacer, cuando menos una vez al año, un viaje de placer al quinto cuerno. Además, debe quedar claro que, como norma, no es que no podamos, sino que no debemos hacerlo, precisamente porque no tenemos derecho a ello. Es algo que hay que ganárselo con el esfuerzo personal prolongado y sólo hasta donde llegue cada uno: la igualdad no es tener la misma capacidad, ni conseguir la misma cantidad de bienes que el vecino. Es otra cosa. Y si esas prebendas se consiguiesen, en todo o en parte, a base de crédito de entidades financieras o similares, habría que sancionar, en mi opinión, al que lo pide y al establecimiento crediticio que admite la petición. Mucho más al que concede créditos de esta naturaleza. Esto me parece una exigencia elemental de una madurez democrática razonablemente entendida.
La austeridad resulta particularmente exigible en momentos difíciles como, según todos los datos, es el actual. Sin embargo, no parece que esta madurez asome por ninguna parte en las manifestaciones públicas que se oyen.
Por ejemplo, quejarse y protestar así, sin más, de que se retrase un par de años la edad de jubilación me parece aberrante en cualquiera que tenga idea de la pirámide de edad. Qué es mejor, ¿retrasar algo la edad de jubilación o quedarnos todos sin jubilación? El retraso puede ser inadecuado para profesiones de esfuerzo físico, de riesgo y de responsabilidad respecto de otros ciudadanos, pero todos los demás que nos movemos en profesiones y trabajos de oficina, no sufrimos ninguna penalización por dos o tres años de retraso de la jubilación. Se entiende, si tenemos la cabeza bien y la salud normal. Otra cosa no es más que vaguería y alergia al trabajo. Yo me jubilé a los setenta años y no me parece una heroicidad, sino un privilegio. Hay quienes parecen tener ánimo de quedarse de desecho, como diría Gabriel Marcel. Un inconveniente del retraso es que no se facilitan nuevos puestos de trabajo. Cierto, pero ¿para qué puestos de trabajo si al final de la vida laboral te vas a quedar en la calle?
He opinado hace un par de meses sobre el bloqueo de la revalorización de las pensiones. Sigo creyendo en la necesidad y en la justicia de esta medida que, por cierto, me afecta y que no me parece que agrave especialmente la posición, ya en muchos casos difícil, de los jubilados. Lo más duro sería una reducción de las pensiones; sobre todo la de las más bajas. Pero de esto no se ha hablado.
Tampoco es de desdeñar la contribución de todo el mundo -jubilados o no- a la recepción de servicios y medicinas de la Seguridad Social. Es ya hora de que en esta tierra de María Santísima, donde muchos pretendemos vivir lo más barato posible y, si cabe, gratis, a cuenta del erario público, se implante la medida del copago. Se me ha adelantado el diputado foral, Juan Mari Aburto (DEIA, 9.10.2010, pag. 14), pero es indudable que todo servicio o medicina suministrados por cuenta de la Seguridad Social debería llevar consigo, como norma, una prestación económica, siquiera leve, con ligeras variaciones según los medios de cada persona. Salvo criterio mejor informado en el terreno de la economía, uno o dos euros cuando menos por servicio o medicina, según los casos, no me parecería un gravamen apreciable.
Las ventajas del copago son obvias y significativas. En primer lugar, una consideración y aprecio mayor de los servicios: todo lo gratuito tiende a convertirse en un derecho absoluto inadmisible, en una rutina y en algo que no se valora. Además, el paciente ponderaría mucho más que ahora la necesidad de acudir a dichos servicios y de adquirir medicinas, lo que sería ya un ahorro de gasto de la Seguridad Social. Por último, la aportación que supone el copago contribuiría también a moderar algo -ignoro si de una manera sustancial o no- el necesario pero enorme gasto actual en medicinas y servicios sanitarios. Y ese ahorro y esa moderación constituyen un importante interés público que afecta a todo ciudadano consciente.
Nuestras declaraciones de derechos y libertades son, sin duda, necesarias, y están muy bien. Con todo, sólo ponen de relieve una cara de la moneda y dejan en le penumbra la otra, la de los deberes y restricciones que, como consecuencia, quedan difuminados. Hemos construido así unas sociedades en las que todo el mundo habla de sus derechos con el mayor desparpajo, los defiende a diestra y siniestra como cosa de su propiedad, pero es raro el que piensa en que, para ser posibles, esos derechos suponen una serie de obligaciones.
No basta, a juzgar por los resultados, decir algo que es cierto e importante: que todo derecho lleva consigo un deber correlativo. Algunos de los primeros revolucionarios franceses tuvieron clara la insuficiencia de esta idea. La Constitución francesa de 5 Fructidor año III (22 de agosto de 1895) llevaba una Declaración de los deberes del ciudadano junto a la Declaración de los derechos. Aun cuando era más modesta aquélla que ésta -nueve artículos de la primera contra veintidós de la segunda- es de lamentar que no haya cundido el ejemplo en textos constitucionales posteriores de todos los países. Así, sólo sabemos hablar de derechos. Como si la madurez cívica, o simplemente la vida humana, fueran posibles sin obligaciones.