lA afirmación de que "algo hay que hacer", que se usa con más frecuencia de la deseada, constituye un preludio de decisiones poco meditadas que pueden arrastrar graves consecuencias. Así, si me permiten tan dramática comparación, empezó Bush sus guerras. Así, bajando el tono del ejemplo, diseñó Zapatero las medidas anticrisis que provocaron el acelerado crecimiento de la deuda pública y la cadena de sucesivos recortes que hubo que hacer para intentar volver al equilibrio. Y así, porque "algo tenían que hacer", justificaron Cándido Méndez y Fernández Toxo la huelga general que convocaron para el día de San Miguel. En los tres casos parecía clarísimo que algo había que hacer. Y en los tres casos nos vimos abocados a la siempre ingrata y estéril tarea de justificar a posteriori lo que ya está consumado a priori.
Lo correcto sería que la posibilidad de estar quietecitos y callados entrase siempre en el bombo, y que la opción de hacer algo estuviese siempre condicionada al hecho de saber exactamente lo que se debe hacer, y cuáles son los efectos y consecuencias de la decisión adoptada. Porque cuando la explicaciones se producen sobre decisiones consumadas queda muy poco margen para la racionalidad.
Las condiciones económicas y sociales que padecemos se produjeron al final -y supongo que como consecuencia- de un larguísimo período de paz laboral en el que los sindicatos y el Gobierno estaban a partir un piñón. Al sitio donde estamos, que es la crisis, se llegó con el modelo laboral que ahora defienden los sindicatos, y con las políticas de inversión en obra pública que nunca denunciaron, y con un engordamiento de la burbuja del ladrillo que fue tolerada, cuando menos, por los que ahora se echan las manos a la cabeza. Y a la crisis del sistema de pensiones también contribuyeron el abuso de las jubilaciones anticipadas, la falta de control de la economía sumergida, y la facilidad con la que los propios sindicatos aceptaban que las reestructuraciones sectoriales se cargasen siempre a la cuenta de la seguridad social.
Los bancos, como es obvio, también asistían a la fiesta. Pero ni estaban solos, ni tuvieron que suplicar la colaboración necesaria que les hemos prestado todos -también los ciudadanos- para llevar a cabo la arriesgada estrategia de expansión del crédito que tanto recalentó la economía. Y por eso me extraña que los sindicatos hayan logrado plantear una situación en la que piden todas las explicaciones y no dan ninguna, y en la que le bastaron veinticuatro horas para pasar de un lado de la red -el de la paz sindical y la concertación ilimitada- al campo exactamente contrario.
La huelga de San Miguel se convoco "porque algo había que hacer". Pero todas las explicaciones -las que consideran que el sistema financiero es un ogro, y las que afirman que hay soluciones alternativas a la reforma del Pacto de Toledo, y las que creen que es posible que toda la economía vaya mal sin que los trabajadores lo noten- suenan, en boca de Cándido Méndez, al final de los años sesenta, cuando incluso el franquismo practicaba un proteccionismo laboral que se pagaba con los extraordinarios índices de crecimiento.
Pero esas explicaciones, a día de hoy, no sirven de nada. Y por eso insisto en creer que la huelga general no es más que un pulso entre dos socios divorciados, que quieren medir el poder antes de la siguiente batalla. Y para eso no hay que aportar razonamientos muy complejos que justifiquen una huelga general, ya que basta con decir que "algo había que hacer".