HAN acontecido dos acontecimientos importantes relacionados con los toros. En Barcelona (en Cataluña entera) se han prohibido las corridas de toros, y en Bilbao (en Bizkaia entera) se viene celebrando durante todo este año el Centenario del Club Cocherito.

No es tiempo de polémicas ni es momento de alimentar discusiones bizantinas en torno a una tradición antigua, tan ancestral que ninguna otra puede competir con ella en este sentido. Pero sí es tiempo de celebración porque en esta sociedad en que vivimos, tan aguerrida y díscola, no es frecuente que un club surgido alrededor de la diversión y la fiesta llegue a los cien años de existencia. Se trata ya de un legado que ha venido pasando de generación en generación. Ya no quedan quienes fundaron el primer Cocherito, pero queda su espíritu y aquella ilusión que siempre ha brillado desde entonces, junto a la del Club Taurino -el otro Club añejo de Bilbao-, y las asociaciones que se han venido creando alrededor de las muchas figuras surgidas en nuestra tauromaquia, a pesar de todas las dificultades.

Es tiempo de celebración y de apasionamiento. En medio de este año de emociones para quienes viven este intrincado arte que ocupa el lugar séptimo, tras las seis artes consideradas bellas, deseo aportar mi grano de arena, como aficionado y como humilde pensador, en torno a esta fecha memorable para el Club Cocherito, del que oí hablar siendo aún un niño, porque mi padre que era carpintero de hormigón en aquel entonces lo conocía a través de su superior en la empresa, que era el insigne Patxuko Abrisketa, uno de los muchos presidentes del club que lo han sido hasta esta fecha.

Aquí van, en honor del Club Cocherito, una vivencia, una semblanza y un poema.

La corrida era a las cinco de la tarde. Yo era un niño que vestía aún pantalón corto. No se puede decir que fuera pobre, pero tampoco opulento. Como mi familia.

Para las cuatro y media mis tías (Ángeles y María) y yo salíamos hacia Vista Alegre. Tenían calculado el tiempo que tardábamos en llegar a la plaza: más o menos un cuarto de hora. Desde La Casilla tomábamos la calle Labayru, donde las tabernas ya estaban llenas de hombres apurados y mujeres engalanadas. La plaza Unamuno, la calle Machín y la puerta grande. Llegábamos antes que los toreros y sus cuadrillas. Mis tías les veían llegar con admiración, sus trajes refulgiendo al sol, los semblantes serios y trascendentes, los capotes bordados y aquellos otros de color rojo suave que portaba un hombre que a mí siempre me parecía el mismo: de piel oscura, barba negra de tres o cuatro días, manos toscas de nudillos abultados, y un puro grueso que chirriaba por la saliva que destilaba su boca a través de las comisuras de sus labios. Y el botijo, de arcilla blanca, con aspecto de manoseado en exceso, salpicado con algún punto de sangre ya vieja.

Todos entraban con prisa, dando las gracias a quienes les deseaban suerte. A quienes allí estaban les gustaba tocar las luces de sus trajes. A mis tías también.

Durante la lidia, mis tías y yo permanecíamos en el mismo sitio. Mi tía María relataba a distancia lo que acontecía: "Lo está haciendo bien", decía cuando escuchaba aplausos y olés. "¡Qué mal lo está haciendo!", decía cuando escuchaba pitidos y gritos de desaprobación.

Cuando salían los toreros, sudorosos y cubiertos de polvo y sangre, mis tías les dedicaban "enhorabuenas" a los que salían sonrientes y "suerte" a quienes mostraban que la tarde no les había resultado propicia.

Volvíamos a casa por el mismo camino, en medio de un aluvión de gente que comentaba la corrida tras abandonar las gradas. Al día siguiente, otra vez mis tías estaban dispuestas para las cuatro y media de la tarde. ¡A los toros!, decían.

A principios del siglo XIX Lord Byron escribió Las peregrinaciones de Childe Harold, que es la historia de un aventurero que había vivido en la isla de Albión. Childe pasó, al parecer, por Cádiz, y allí descubrió y disfrutó de los encantos de la lidia a caballo y a pie, Así expresa de modo sencillo el furor del toro, la belleza de los caballeros tocados con su sombrero empenachado, la brillantez del traje del torero de a pie, las embestidas del toro sobre la arena y el dolor que denotan los mugidos lastimeros del toro.

Childe Harold se siente atraído por el espectáculo que "atrae a jóvenes y viejos sin distinción de cuna ni linaje" porque "allí acuden los Títulos y los Grandes al lado del populacho". Y fue en Cádiz, pero bien podía haber sido en Bilbao donde "al toque del clarín acuden las damas hábiles en el mirar fascinador; estando siempre dispuestas a curar las heridas causadas con sus miradas; aquí el frío desdén no da nunca a ningún amante ese género de muerte de que se quejan con frecuencia los bardos lunáticos que cantan los dardos crueles del amor".

¿Sigue siendo as? No cabe ninguna duda. Las avenidas que llegan a Vista Alegre se pintan de colores y sonrisas en los momentos previos a los festejos. Las mujeres (y también los hombres) se atavían con prendas insinuantes, de colores vivos y chillones, rasgadas para que a través de las grietas surjan los bruñidos muslos o para que, en sentido contrario, se aventuren las miradas.

Childe Harold descubrió que las damas hábiles en el arte del mirar fascinador, como los hombres igualmente hábiles, se convertían al final en la más dulce donación para los toreros triunfadores: "si se distinguen en la lucha (con el toro) recibirán los aplausos prolongados de las muchedumbres y las sonrisas de las mujeres bonitas: dulce recompensa para las más nobles acciones. ¿Las obtuvieron alguna vez mejores los reyes o los guerreros?".

Hecha la semblanza sólo se me ocurre una pregunta: ¿Estuvo Childe Harold también en Vista Alegre?

Se abrió de par en par el libro de las Leyendas:

En Bilbao se han dado cita el valor y la bravura.

Eran las seis de la tarde

Y la furia sesteaba en los toriles,

Pero el clarín sonó como un estruendo

Y el albero se pobló de trincheras;

En el negror espero una luz se abrió paso

Como prendida en la punta de un puñal.

Fuera estaban la gloria, la muerte y el fracaso

Dilucidando el destino y los azares.

Hombre y toro, rabiosos, se miraron

Y se dijeron "¡Venga, ya es la hora

De escribir la grandeza en hojas púrpura!"

Brotó en silencio el amor abigarrado

De quienes estaban dispuestos a morir abrazados.

Hicieron ochos, se cruzaron odios,

Oyeron los aplausos, los silbidos. La tarde

Bailaba un pasodoble, enloquecida;

En las gradas se oían murmullos de mujer.

La arena, la muleta, el capote, el burladero

Poco a poco tomaban las pizcas de la sangre

Y el rosa y el oro que adornó el paseíllo

Se tornaron en tonos de faena.

Nadie forzaba el paso, nadie tenía prisa.

La gloria era el empeño. La vida, la obsesión.

La tarde estaba clara. El sol era un presagio

De que todo ocurría conforme a tradición.

Cuando el último toro marcó un surco en la arena

Aunque nadie le oyera el diestro respiró

Y el libro de leyendas bordó de rosa y oro

La crónica del miedo, el poema del valor.

Olía a mil perfumes, a sudor, a tormenta,

Olía a la ternura y olía a la pasión.

La tarde recobraba su pulso atormentado,

Era sábado, agosto, en lo alto del cielo aún brillaba el sol.

Cuentan algunas lenguas que, de noche, en la plaza

El toro y el torero volvieron a encontrarse

Para darse un abrazo y pedirse perdón.

Esto no lo recoge el libro de leyendas.

Ocurrió aquella noche a espaldas de alcahuetes:

Tendidos en el ruedo, al pie de las estrellas,

Copulaban, dichosos, la furia y el valor.

Epílogo: ¡Enhorabuena al Club Cocherito de Bilbao por sus cien años!